Antes de las restricciones por el COVID-19, el dinero que enviaban desde Argentina, Brasil, Colombia y Costa Rica alcanzaba a sus seres queridos en Venezuela únicamente para comprar alimentos. Salvo Camila, Verónica, Joubert y Berwny se vieron obligados a suspender las remesas por no contar ahora mismo con ingresos suficientes. De acuerdo con una encuesta del Observatorio Venezolano de Migración, al menos 42% de los venezolanos que están fuera del país se han quedado sin empleo, debido a la crisis económica que generó el nuevo coronavirus

Verónica dejó de enviar el tratamiento de la tensión a sus suegros, pues perdió el empleo. A Joubert y a su familia los ha salvado la solidaridad. Berwny aún no sabe cómo su mamá resuelve la comida para sus abuelos y su hermano menor. Camila no ha tenido una caída en sus ingresos, pero teme que en cualquier momento el hotel donde trabaja prescinda de sus servicios. Todos están fuera de Venezuela y, a excepción de Camila, ya no pueden ayudar económicamente a su familia, porque, debido a la pandemia, se quedaron sin trabajo, les redujeron la carga horaria o dejaron de percibir comisiones por venta.

De acuerdo con las Naciones Unidas, al menos cinco millones de venezolanos han salido del país debido a la crisis económica que se inició en 2013, el primer año de recesión en Venezuela. La mayoría se concentra en Latinoamérica, sobre todo en Colombia, Perú y Ecuador. Para conocer la situación actual de estos connacionales, el Observatorio Venezolano de Migración de la Universidad Católica Andrés Bello realizó un estudio, a través de una encuesta aplicada entre el 15 de abril y el 15 de mayo de este año: al menos 42% perdió el empleo por la paralización de la economía y solo 3% trabaja desde casa.

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Verónica Palacios forma parte del primer porcentaje. Desde hace cuatro años se encuentra en Buenos Aires, Argentina, junto a su pareja. Antes de que se decretara el aislamiento preventivo y obligatorio en la ciudad, trabajaba en una cafetería que la despidió sin darle prestaciones sociales. Y su pareja, que maneja una pequeña empresa de alquiler de vehículos, también se quedó sin ingresos por la anulación de actividades.


Sería un golpe muy duro para mi familia. Si pierdo el trabajo trataría de buscar otro lo más rápido posible

Camila Pérez desde Brasil

Desde el 20 de marzo, primer día de cuarentena en Buenos Aires, hasta finales de mayo, ambos vivieron con el poco dinero que tenían ahorrado: debían seguir pagando el alquiler, la comida, los servicios públicos y hasta los préstamos que un banco les había hecho. Por la situación, suspendieron la ayuda mensual que enviaban a los suegros de Verónica. Eran alrededor de 2.000 pesos argentinos (5 millones de bolívares) y medicinas para la tensión.

En este momento, ella desconoce si están comiendo menos. Lo intuye, pero es un tema del que no se habla. La única entrada económica que tienen los suegros es la venta de comida árabe. Antes de la pandemia, la transferencia servía para comprar comida exclusivamente.

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De acuerdo con estimaciones del Banco Mundial, las remesas caerán en un 20% en 2020. En Venezuela, alrededor de dos millones de hogares son receptores de dinero del extranjero, según un estudio realizado en mayo de este año por la organización El Diálogo Interamericano. Por tratarse de la caída de la segunda fuente de ganancias extranjeras, después del petróleo, la capacidad de consumo del venezolano se verá disminuida.  

La firma Econoalítica, por su parte, había proyectado para este año un ingreso por concepto de remesas de 4.000 millones de dólares; sin embargo, ahora la estimación bajó a 1.548 millones de dólares, lo cual representa un descenso de 56% con respecto al año pasado.

El temor de no poder ayudar

El dinero que envía Camila Pérez a su mamá también alcanza únicamente para comida. “No es que pueda comprar un teléfono o darse un lujo”, aclara. Mensualmente envía 200 reales (7,8 millones de bolívares) y cuando requiere alguna medicina puede transferir casi 2 millones de bolívares adicionales.

Con el dinero que transfiere a su mamá, jubilada de la Universidad Experimental Rómulo Gallegos, en Brasil podría comprarse dos piezas de ropa costosa o hacer un mercado completo para dos semanas, pero en Venezuela no podría hacer ninguna de las dos por la inflación que, de acuerdo con la Asamblea Nacional, se ubicó en 80% en el mes de abril.

Camila tiene un año y medio viviendo en Sergipe, un estado turístico de Brasil. Es recepcionista en un hotel y da clases de inglés. Aunque ella no estaba en la lista de recorte de personal que hizo la empresa debido al COVID-19, teme quedarse sin trabajo y no poder seguir enviando el dinero. Hasta el momento, sus ingresos no se han visto afectados por la cuarentena. “Sería un golpe muy duro para mi familia. Si pierdo el trabajo trataría de buscar otro lo más rápido posible”, asegura.


Mi mamá me dice que no me preocupe, pero es difícil porque mi abuela tiene cáncer de mama y necesita una alimentación especial

Berwny Morales desde Colombia

Además de ayudar a sus padres, Camila envía dinero esporádicamente a uno de sus hermanos y a su cuñada, que viven en Guárico. Cuando estaba en Venezuela y trabajaba en un organismo del Estado como socióloga apenas podía cubrir sus gastos en Caracas.

Sin estabilidad económica

A los cuatro meses de haber empezado a trabajar como analista de proceso, Berwny Morales, egresada de la Universidad Simón Bolívar como técnico superior en organización empresarial, se fue a Bogotá, una de las ciudades con más venezolanos migrantes. Según un reporte del pasado 29 de febrero de Migración Colombia, en ese país hay 1,8 millones de venezolanos.

En octubre de 2017, apenas dos meses después de haber emigrado, comenzó a enviar dinero para su mamá, sus abuelos y su hermano que ahora tiene 11 años. Para visitar a su familia en Venezuela renunció a su trabajo en diciembre del año pasado y, aunque en enero consiguió otro en un servicio de telefonía, a los dos meses dejó de percibir comisiones por venta ante la llegada del COVID-19 y empezó a cumplir su labor desde casa. Durante este año no ha podido estabilizarse económicamente ni ayudar a los suyos.

Como en el caso de Verónica, Berwny también desconoce cómo están resolviendo en Caracas. “Mi mamá me dice que no me preocupe, pero es difícil porque mi abuela tiene cáncer de mama y necesita una alimentación especial, y ahorita por la contingencia no le están aplicando el tratamiento”, detalla.


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Los 100.000 pesos (5,5 millones de bolívares) que Berwny enviaba mensualmente hasta el año pasado alcanzaban para complementar los gastos de comida y comprar el tratamiento de quimioterapia para su abuela, que el Estado no provee. La mamá de Berwny es docente, pero su sueldo no alcanza para cubrir el mercado de un mes. Además, da clases de aerobic en un gimnasio, que por la cuarentena está cerrado. Mientras que sus abuelos reciben una pensión de 750.000 bolívares cada uno.

Ante la disminución de su salario como agente de ventas, Berwny se propuso, junto a su novio, reducir el consumo de alimentos para rendirlos. Él se quedó sin trabajo. “No la estamos pasando tan mal porque teníamos unos ahorros que sirvieron para hacer un mercado, pero el empleo sí está complicado, porque no quieren contratar a los venezolanos, aunque tengan papeles como en nuestro caso”, enfatiza.

La solidaridad los ha salvado

Cuando Costa Rica entró en aislamiento por el nuevo coronavirus el 6 de marzo, a Joubert Clavijo le redujeron la carga horaria del trabajo. De 9 horas diarias pasó a laborar 4,5 horas. Eso implicó una disminución significativa de su sueldo como técnico en sistemas: de 1.200 dólares bajó a 540 dólares aproximadamente.

Desde agosto de 2017 vive en la ciudad de Heredia, junto a su esposa y dos hijas, sin lujos, pero estable. Antes de marzo, lograba enviar 40 dólares a Venezuela: 20 para su mamá y 20 para su suegra. Con ese dinero podían completar para la comida del mes y adquirir algunos medicamentos, pero ahora, con la reducción de su salario, se ve en la obligación de destinar esa cantidad para la comida semanal.

Su capacidad adquisitiva disminuyó notablemente. Para poder seguir cumpliendo con el alquiler le pidió a su arrendatario que le permitiera pagar durante abril y mayo la mitad de la mensualidad, es decir 250 dólares. Con la otra mitad del dinero paga los servicios y la comida, cuya cantidad redujo. De comprar 1 kilo de carne molida, 1 kilo de bisteck, chuletas ahumadas, carne para guisar y 2 kilos de pollo, ahora solo paga por medio kilo de carne molida, 1 kilo de bisteck y 2 kilos de pollo.

A su familia, que es de cuatro miembros, los ha salvado la solidaridad de una costarricense. Poco después del comienzo del aislamiento, una vecina le preguntó a la familia cómo estaban resolviendo, pues su esposa también estaba sin trabajo. A los dos días les llegó un mercado que incluía proteínas, carbohidratos y productos de aseo personal. Desde entonces, le ha regalado otros dos mercados. Además, el Ministerio de Educación de Costa Rica ha entregado otro par de mercados para la hija mayor de Joubert, que tiene ocho años de edad.

Mientras, sus parientes acá en Venezuela tratan de comprar lo que la pensión de 750.000 bolívares mensuales les permita: 300 gramos de queso, 2 plátanos, 2 canillas y medio kilo de carne. La mamá de Joubert, que vive sola, tenía algo de dinero ahorrado de lo que él le había mandado con anterioridad.

Ahora mismo, esta familia no puede contar con el bono de protección que entrega el gobierno de Carlos Alvarado por no poseer la residencia.

Además de sentir miedo por la crisis económica global, estos migrantes venezolanos temen contraer el COVID-19 que, hasta ahora, ha dejado un total de 6.287.771 casos confirmados.