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martes, 25 junio, 2024
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2020 y el agotamiento del proyecto republicano venezolano: entre Julio César y Cicerón

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Por Alberto Navas Blanco

La crisis profunda que viven la sociedad y el sistema político venezolano desde la última década del siglo XX obedece a causas complejas y peligrosas. Aunque muchos se tapen los ojos para ignorarlas, sabemos que van más allá del simple deterioro de la democracia representativa de la que todos nos hemos beneficiado, al menos desde el viraje realizado en 1945 y profundizado desde 1958 en adelante.  Lo que realmente está en juego en estos momentos es la capacidad misma del sistema republicano para poder dar respuesta al inmenso deterioro acumulado desde aquella turbulenta década de 1990, un proceso de ya 30 años de fractura funcional vertical en las estructuras y valores, tanto sociales como políticos que nos ubican ya en los albores de una sociedad fallida y obviamente de una Estado fallido. Deterioro también horizontal, ya que no solamente está en peligro la integridad territorial por la injerencia de poderes extranjeros formales e informales (estados, mafias del oro, las drogas, combustibles, etc.) que ejercen una “soberanía” de facto en muchas regiones de Venezuela.

A lo anterior se agrega un terrible retroceso al siglo XIX en materia de comunicaciones internas (carreteras, trenes, aeronáutica, navegación, etc.) que impiden al venezolano y al propio Estado movilizarse dentro de su propio territorio ni ejercer de hecho la soberanía que les corresponde por derecho. La República ya no está en capacidad real de garantizar su propia soberanía en la totalidad de su territorio formal, ni de garantizar un viaje en ferry a la Isla de Margarita, ni de asegurar un viaje seguro por las vías cercanas a Caracas, como Barlovento, ni de garantizarle un pasaporte accesible a la gran mayoría de la población, etc.

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Los beneficios sociales y políticos recibidos de la democracia petrolera representativa entre 1945 y la década de 1980, favorecieron a una gran mayoría de la población venezolana convirtiéndonos en una sociedad de “clase media”, admirada y envidiada desde muchas partes del mundo; atrayendo olas migratorias desde Europa primero, para luego incorporar los estratos más empobrecidos de los países latinoamericanos: colombianos, ecuatorianos, dominicanos, peruanos, haitianos y, en menor medida chilenos y argentinos. Aquel crecimiento pletórico de población, consumo y modernización, encontró sus límites a partir de los años de 1980 y se hizo un escenario inmanejable para el liderazgo democrático tradicional desde la década de 1990. Los aportes y consejos de la Comisión Presidencial Para la Reforma del Estado (COPRE), iniciativa del gobierno de Jaime Lusinchi, llegaron tarde y fueron desatendidos ante la emergencia social y política que se apoderó del país desde las sacudidas sociales de 1989 y los intentos de golpes militares de 1992. Dos actores sociopolíticos se apropiaron, hasta nuestros días, del escenario agonizante de la democracia republicana y del monopolio de la distribución y del consumo de bienes y servicios: por un lado los militares que salieron a controlar un vacío sin fondo que se convirtió para ellos en un estatus de privilegio, y también salió la “plebe” a la calle (es decir los pobres de siempre y la clase media también empobrecida), movilizada anómicamente y consumidora clientelar, que pasó del saqueo violento al saqueo organizado de los “programas sociales” donde nos encontramos aun atrapados. 

Es aquí cuando la tradicional polémica entre “Cesarismo” y Republicanismo se nos presenta como un modelo clásico de disyuntiva crítica cuando un sistema republicano cesa en su capacidad para procesar y responder a las demandas políticas y sociales emanadas desde una ciudadanía consumidora, acostumbrada a un pasado inmediato de bienestar que disminuye y se agota, donde una tradición mesiánica por el hombre fuerte se reactiva, basada en los recuerdos y restos de la obras de los viejos gobernantes autoritarios: Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez. Se trata de una peligrosa mezcla de recuerdos y aspiraciones que al combinarse con el mal llamado discurso de “izquierda” tradicionalmente personalista y totalitario, alimentó en Venezuela unas extrañas modelaciones de populismo/autoritarismo, que invocando inapropiadamente el pensamiento de Simón Bolívar plantearon para el siglo XXI un proyecto que pareciera ser un túnel sin salida.

El Cesarismo de base militar-popular, fundado por Cayo Julio César (100 A.C. a 44 A.C.) en el siglo I  A.C. como “Imperator” militar, Cónsul y Dictador romano, era un proyecto monárquico imperial que pretendía dar respuesta al reto de gestionar una República basada en el modelo de Ciudad-Estado. En aquel momento el sistema de gobierno no se daba abasto para gestionar un imperio que cubría desde Asia, el Mediterráneo, Galia, España y partes de Germania, Britania, etc. con tensiones sociales, políticas y culturales muy complejas. Era una problemática demasiado complicada para aquellas viejas estructuras republicanas fundadas en la Revolución del 509 A.C. cuando Roma apenas había evolucionado desde el 753 A.C. como una monarquía tribal controlada por el patriciado del Senado. En contrapartida, Marco Tulio Cicerón (103 A.C. a 43 A.C.), quien también fue Cónsul romano y el mejor orador del Foro Romano de su tiempo, defendió los valores de la continuidad de la República oponiéndose al proyecto monárquico imperial de Julio César, pero sin contar con el apoyo de la plebe ni del ejército romano. Como ya sabemos, triunfó el proyecto Imperial con Octaviano Augusto como primer emperador propiamente dicho, quien se encargó de hacer las gestiones para asesinar a Cicerón en su huida hacia Grecia.

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Ese modelo “Cesarista” para solucionar los graves problemas de unidad, integración y estabilidad sociopolítica, siguió funcionando por dos mil años. Los siguientes emperadores romanos se siguieron denominando Césares, igualmente los del Sacro Imperio Germánico como Carlos V eran césares, los títulos reales de Zar y de Káiser son derivaciones de César. Napoleón Bonaparte fue el César de la modernidad, el propio Simón Bolívar practicó en su tiempo una modalidad tropical del cesarismo como caudillo benefactor (como lo señaló Fermín Toro). El licenciado y general Antonio Guzmán Blanco hizo todo lo posible por identificarse con el Libertador y Napoleón III para fundar una tiranía supra caudillista de pretensión cesarista que duró entre 1870 y 1888. El régimen oprobioso del general Juan Vicente Gómez, entre 1908 y 1935, alimentó una corte de aduladores, intelectuales y políticos que jugaron con la tesis del “Cesarismo Democrático” aunque sin superar las barreras de ser solo un “gendarme necesario” (Laureano Vallenilla Lanz). Todos ellos, desde aquel Julio César asesinado en el Senado por sus más cercanos aduladores en el 44 A.C. hasta nuestros tiempos, han surgido como grandes correctores de situaciones muy complejas en sus correspondientes situaciones contextuales, contribuyendo casi siempre y desgraciadamente a lograr estabilidad, integración y continuidad prolongada. Mientras que, en contraste, las repúblicas democráticas demuestran una gran debilidad y vulnerabilidad ante los retos de las crisis complejas, pues la legitimidad y el equilibrio de poderes no parece ser suficiente instrumental político como para corregir fallas profundas, entre otras cosas porque las repúblicas tienen el relativo defecto, como lo señalaba Jean Paul Sarte, de tolerar a los intolerantes, que desde las extremidades de la izquierda o la derecha no pueden tolerar la democracia.

Nuestra Venezuela, que entra ya en el año 2020, no conoce hasta el momento ninguna figura capaz de asumir el cesarismo de manera inmediata, como solución correctiva a nuestra crisis histórica estructural de la vida republicana. No se vislumbra ni en el gobierno ni en la oposición ese liderazgo superior e indiscutible que podría permanecer oculto en las estructuras de poder. Pero sí abundan muchos imitadores de Cicerón, pretendientes de salvar la República con el discurso y la palabra, pero que no cuentan ni con la fuerza ni con el empuje popular suficiente de aquel César que repartía tierras, denarios, trigo, aceite y Circo. El cesarismo romano terminó con 400 años de vida republicana y abrió las puertas al gobierno Imperial por otros cuatro siglos siguientes.  Tanto César como Cicerón murieron asesinados por sus enemigos políticos, en los años 44 y 43 A.C. respectivamente, a manos de antiguos colaboradores y agentes de amigos cercanos. El poderío político y militar de los príncipes emperadores se impuso a la debilidad, divisiones y oportunismo de la clase senatorial, como también mantuvo la postración de una plebe clientelar, rendida en sus vicios e ignorancia, sin más visión que la de la supervivencia cotidiana.

En Venezuela moderna han emergido líderes fuertes pero con cualidades reformadoras en situaciones muy críticas, capaces de guiar al país hacia salidas republicanas que se creían inesperadas. Fue el caso del general Eleazar López Contreras, salido de las entrañas mismas del gomecismo tiránico, quien desde 1936 inició el camino del reformismo gradualista hacia la recuperación de la democracia republicana, rodeándose de calificados personajes del mundo civil. En el mismo sentido, la crisis de la dictadura militar del general Marcos Pérez Jiménez de 1957, llegó a resolverse por el movimiento militar del 23 de enero de 1958, otro hombre que venía de las entrañas de la dictadura. El Contralmirante Wolfgang Larrazábal fue seleccionado para dirigir la Junta Cívico Militar que permitió retomar el camino republicano y democrático, con las elecciones de diciembre de 1958, retornando el poder a un liderazgo civil.  

Aunque la historia no es un proceso predecible ni repetible exactamente, sí tiene la posibilidad de hacer análisis e interpretaciones prospectivas. Le enseñó Julio César las posibilidades de triunfo si cruzaba el Rubicón, lo cual le llevó a la más alta figuración política. Pero también se equivocó al no atender las advertencias de Marco Antonio, de su esposa y de un sabio anciano que le pidieron no asistiera aquel 15 de marzo del año 44 A.C. a la convocatoria del Senado donde le esperaban más de veinte puñaladas de sus más cercanos colaboradores.  La Historia, Magistra Vitae, (Cicerón) no puede ser ignorada como tampoco el consejo de una madre.

Alberto Navas Blanco es licenciado en Historia de la Universidad Central de Venezuela, doctor en Ciencias Políticas y profesor titular de la UCV. [email protected]

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