Caracas.- “Haz, Señor, que un día nosotros podamos dar de comer al que más lo necesita”. El padre Wilfredo Corniel siempre le pide a Dios que le permita seguir ayudando a quienes están en situación de vulnerabilidad, como los que van al comedor de la Parroquia San Miguel Arcángel, ubicada en El Cementerio, Santa Rosalía, al sur de la capital.
En 2017, durante la cuaresma –período de preparación para la Semana Santa, según la tradición católica-, al párroco se le ocurrió que un sacrificio significativo sería dejar de comer para darle a otros: “No es solo ayunar. El ayuno no sirve si no se busca mejorar. Entonces, por eso pensamos, dejo de comer, pero le doy esa comida al más necesitado”. Y un viernes, varios feligreses prepararon 60 almuerzos y los repartieron en algunos sectores de la parroquia Santa Rosalía. A la siguiente semana fueron 100 y continuaron las jornadas hasta llegar a distribuir casi 400.
Ahora le dan cena de martes a jueves a una población de entre 150 y 180 personas, 60 de esas, niños y niñas. Angello Rangel, coordinador del programa, cuenta que cuando comenzaron con la iniciativa, quienes llegaban al comedor era gente en situación de calle, pero eso cambió durante el último año: “Ahora vienen personas que no tienen que comer, o que comen una sola vez al día. Viene mucha gente necesitada del sector”.
El comedor funciona gracias al trabajo en equipo y a las donaciones. Ocho cocineros preparan más o menos 40 cenas, cuatro días a la semana, de forma voluntaria. Por lo general, son granos y cereales. A veces, cuando pueden, incluyen alguna proteína animal que les regalan comerciantes de la zona. Otros 15 voluntarios van hasta las casas de quienes cocinan y llevan los alimentos hasta la iglesia para servirlos.
Un valor importante, tanto para el padre como para los colaboradores, es la responsabilidad. Por eso han intentado fomentar el compromiso de quienes reciben la ayuda. “Al principio, pedíamos que trajeran envases de mantequilla para servirles, luego, recibimos una donación de platos y ahora les pedimos que traigan los cubiertos limpios”. Además, les insisten en lavarse las manos antes de comer.
Cuenta un pasaje de la biblia, que el profeta Elías, llegó al pueblo de Serepta y se encontró con una viuda que estaba recogiendo leña. Le pidió un poco de agua para beber y luego que preparara pan para él. Ella le aseguró en que solo tenía un puñado de harina de trigo; él insistió y ella obedeció. Según las escrituras, luego de ese día, ni la viuda ni su hijo pasaron hambre otro día.
Para el padre Wilfredo, la generosidad es así: dar lo poco que se tiene. Él se encarga de asegurarles a las personas que van al comedor cada tarde, que todo es temporal y que siempre hay alguien en una situación más difícil. “No es solo venir a comer, es saber que podemos salir de esto”, dice y aunque sabe que no todos pueden abandonar las calles, confía en que, por lo menos, los niños y las niñas logren estudiar y crecer.
Las necesidades movilizan, no solo al sacerdote, también a la comunidad que cada vez se ha ido sumando en trabajo y en recursos económicos. Cada día se utilizan aproximadamente 20 kilogramos de alimentos como lentejas, frijoles, arroz o pasta. Y de las limosnas de las misas se destinan más o menos 80.000 bolívares semanales para comprar ajíes, ramas de cebollín, ajos, cebollas y perejil.
Los comensales comienzan a llegar a las cuatro de la tarde y a las cinco, los voluntarios comienzan a repartir los platos. El padre pregunta cómo están, si los niños fueron a la escuela o si se lavaron as manos. Hace la oración y todos comen. Algunos van con envases para llevarse la comida a casa. “Cuando vemos que alguien no se come todo le preguntamos por qué y hemos detectado que muchos lo hacen para llevarle a algún hermano, amigo, a la mamá. En esos casos preferimos que nos digan y se les da otro plato para llevar”, cuenta el párroco.
Hay varios motivos para colaborar con el comedor. Para Shirley Díaz, estudiante universitaria de 19 años, son los niños. “Siento mucho afecto por ellos, en general, siempre me han gustado los niños. Cuando el padre, en una misa dijo que necesitaba voluntarios, me acerqué ese mismo día para saber cómo podía participar”. Cree que ese espacio no es solo un lugar donde se da un plato de comida, es también una oportunidad para dar y recibir amor.
A Samuel Budiño, músico de 21 años, lo entusiasmó la idea de hacer algo que nunca se había hecho en la zona. Vive en El Cementerio y forma parte del grupo de música de la iglesia desde hace años y cree que es una buena forma para involucrarse con personas en situación de vulnerabilidad. “Para muchos, esta es la única comida del día, pero no el solo la comida, es la atención”, considera.
El padre Wilfredo espera poder ofrecer cena uno o dos días más antes de que termine 2019, confía en que puedan lograrlo, pero sabe que eso requerirá más ayuda de los feligreses y de toda la sociedad civil.