También apagaron los fogones zulianos

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ENTRE VOS Y YO


Por: Marlene Nava Oquendo

En otros tiempos, la tía Rosa salía al patio —arropada por el sol del este— en busca de los ajíes dulces, la cebolla de fuera, el cilantro y la cebolla en rama. Y  hasta la gallina y los huevos, para hacer un revuelto. La abuela Rochona hacía lo propio para preparar la mazamorra con guiso de cochino. Y la señora María, la vecina de la playa, gozaba de los mamones y las guayabas mientras Pachequito le bajaba los cocos para el mojito. 

De todos los fogones, reseñaba yo en otras épocas acerca del fragor de los braseros maracuchos, manaban amanecidos olores a especias y sofritos. Y el huerto también lanzaba sus aromas desde las barbacoas en el traspatio. La noche anterior, en elaborada receta, nacían las doradas esponjas de un quesillo de leche. Mientras, desde la ventana trasera, se decidía el menú del día siguiente. La vida parecía transcurrir alrededor de la mesa y sus ofrendas. 

Entonces las cocineras visitaban a diario los mercados populares en busca de otros  “salaos”, los aliños y las verduras frescas. Los más visitados eran el Mercado Principal, La Marina y el del Lago, conocido como el de Los Buchones. Todavía eran los tiempos de los “fiaos semanales” y de las “ñapas”, así como de las “yemas” cocidas gratis si llegabas a comprar bien temprano en la mañana de los sábados en las pulperías.

Y es que para esos años, las señoras disponían del solaz necesario para dedicarlo a la culinaria casera. Y esta era parte de su formación. Pero, además, el Zulia era un mercado a cielo abierto, porque cuando los productos no llegaban de las faldas andinas, se parían sobre la misma tierra: los mercados lucían el multicolor enjambre de frutas, verduras y hortalizas en competencia con el producto de la cacería en los cercanos matorrales (patos, conejos, yaguasas, venados, palomitas) y la fresca pescadería de su lago. Las carnes de Santa Bárbara, pendientes de garfios en los puestos de ventorrillos, se hicieron de fama nacional, al igual que sus quesos. Y, sin saberlo, cada cocinera repetía la historia que matrimonió los usos españoles con la sazón africana.

Un día llegaron las petroleras, con sus fast foods y sus commisary y sus supermarkets y su marketing. Las zulianas voltearon las ollas para salir al mercado de trabajo y a las universidades. Y la comida casera pasó a ser un lujo, propio de festividades y mesas domingueras.  O un recuerdo en la memoria de alguna empedraera nostálgica. Como Elvirita García en sus 100 años de vida.


Y es que para esos años, las señoras disponían del solaz necesario para dedicarlo a la culinaria casera. Y esta era parte de su formación. Pero, además, el Zulia era un mercado a cielo abierto, porque cuando los productos no llegaban de las faldas andinas, se parían sobre la misma tierra: los mercados lucían el multicolor enjambre de frutas, verduras y hortalizas en competencia con el producto de la cacería en los cercanos matorrales (patos, conejos, yaguasas, venados, palomitas) y la fresca pescadería de su lago

Marlene Nava Oquendo

Pero más recientemente, la comida tradicional zuliana está en franco camino hacia la extinción. Lo más cercano a la riqueza culinaria de otros tiempos se muestra en remedos de mandocas sin papelón y mojito “rejarbío”, sin coco y sin adornos.

En 1917 el petróleo había reventado en las riberas del lago de Maracaibo con profecías de abundancia. Muy pronto, en 1926, aquella cultura legítimamente agraria, con cuatro siglos de historia, comienza a impregnarse de otras costumbres y otras sazones. El acto de comer se despoja de los ritos protocolares impuestos por la heredad europea. Empiezan los tiempos del rush y de los alimentos que se toman a prisa —fast food—, en cualquier lugar, sin formalidades; de las comidas americanas, frías, livianas, de rápida preparación. Se imponen los sándwiches, las salchichas, los refrescos embotellados, que se comen y se beben de pie.

Entre 1940 y1960 destaca el caso de las frutas importadas, más baratas que las criollas. O los postres de preparación casi instantánea, que atentaban contra la tradicional dulcería criolla. Este proceso se vio favorecido por el Tratado de Reciprocidad Comercial con Estados Unidos (firmado en 1939), que privilegiaba la importación, entre otros, de alimentos enlatados y refrigerados. Esta importación masiva influyó notablemente en la creación de un patrón interno de consumo al estilo norteamericano.

Hasta el desarrollo tecnológico culinario trajo un cambio de cultura radical. Los románticos fogones —lumbre del hogar— desaparecieron frente a las cocinas de gas o eléctricas, digitales y de topes planos, después de haber transitado por reverberos y cocinas de kerosén. Igual destino que el del molino y la piedra de río para moler los aliños. Y llegó un momento en el que era mucho más fácil encontrar una hamburguesa que una torta de maduro o una macarronada tradicional.

Por los años ochenta algunos restaurantes y pequeñas tascas retomaron las antiguas recetas zulianas y levantaron homenaje cotidiano a los sabores de las abuelas. Abundaban diminutos tarantines, chozas y tenderetes donde se ofrecían sus productos más populares, como empanadas, yoyos, tequeños pastelitos, sancochos vespertinos de costilla y mondongos. Mientras, en las salidas de la ciudad sorprendía la diversidad de colores de almíbares, melados y conservas, herencia también de la presencia española. La inflación, la escasez y hasta la muerte de la rima propia del alma zuliana, reseca y mustia, dio al traste con estas intentonas. 

La cocina tradicional local fue construida como servicio a las grandes familias de los grupos socialmente desposeídos. Era una cocina barata, para pobres, integrada por elementos de fácil alcance: cocos de las orillas, corvinas del Lago (regaladas por los chinos que comercializaban sus buches), cacería de los montes, huevos y verduritas del traspatio. Generalmente, un solo plato compendiaba el equipaje nutricional. Eran platos rendidores, pletóricos como la abundancia de sus suelos: macarronada, revuelto de pollo, mojito, lomo negro, riñones en arroz, chanfainas. La cocina tradicional era hermosa, llena de adornos y complementos vistosos. No había pastelito ni macarrones ni revuelto sin alcaparras, aceitunas, pasitas, ruedas de huevo cocido y jamón, secularmente venidos en barcos desde puertos españoles; y deliciosos y crujientes sofritos de ajíes coloridos, cebolla  y tomate, o de vinagretas maceradas en las alacenas.


La cocina tradicional era hermosa, llena de adornos y complementos vistosos. No había pastelito ni macarrones ni revuelto sin alcaparras, aceitunas, pasitas, ruedas de huevo cocido y jamón, secularmente venidos en barcos desde puertos españoles; y deliciosos y crujientes sofritos de ajíes coloridos, cebolla  y tomate, o de vinagretas maceradas en las alacenas

Marlene Nava Oquendo

Hoy, señala Elvirita desde su enlosao, esos platos son para millonarios. Un coco cuesta 300.000 bolívares. La “curvina” no se ve. Un kilo de un pescaíto jipato y descarnado cuesta un millón. Un desayuno con mandocas es también de ricos: el papelón cuesta medio millón, el queso (que ya no es de año) pasa del millón, la harina Pan ya casi alcanza también el medio millón, cada plátano pasa de 100.000 bolívares. “¿Y el aceite? Maginate, una botellita (y no de marca) vale 800.000 bolívares.  Si vos tuvierais una familia como las de antes, de 10 y 12 muchachos, ¿cómo hubieras podido hacer? Y ahora las criaturas nuevas ni las conocen. Si acaso comen arepa sola. Y no todos los días. Considerá que hasta los mercados viven cerrados. Y como sacaron a los buhoneros, no encontráis prácticamente nada. ¿Cómo te creéis que podemos soñar con un sancocho de gallina? Pero ni de pollo. Porque ahorita puede costar más de dos millones de bolívares. Y hay personas que ganan 100.000 bolívares semanales. Como los obreros de la Alcadía de Maracaibo, esos que llaman salserines”.

La esperanza, dice Elvirita, es que les pasemos las recetas a los maracuchos que se fueron. Y les digamos que las practiquen allá. Y que, si vuelven algún día, llenen las mesas de sabores, de colores y de historias para que sus nietos se reconozcan en ellos. Es la única forma de revivir de algún modo los fogones apagados, ahora por los efectos de la revolución.


MARLENE NAVA OQUENDO | @marlenava

Individuo Número de la Academia de la Historia del Estado Zulia, fue directora de Cultura de la región, profesora de LUZ y ha realizado un denso trabajo en pro del rescate de la cultura e historia mínima de la ciudad.