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sábado, 23 noviembre, 2024
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Vivir en la miseria | Fermina Núñez: «Uno no duerme, el hambre no te deja»

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En su bracito izquierdo tiene una gran llaga que supura sangre y pus. Ever, de 4 añitos, le ruega a su mamá que lo cargue y se queja de la camisa que le pusieron para tapar la herida y evitar cualquier contacto con la tierra o con insectos que pueda infectarlo. Fermina Núñez lo alza con cuidado y jadeando comienza su ascenso por las escaleras de la entrada de La Vega que después de unos 10 minutos se convierten en un cerro de tierra que hay que subir.
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Con su muchacho en brazos y el cansancio de 48 años vividos, Fermina escala el cerro, sube entre piedras, atraviesa solos y diminutos callejones, se mete entre las casas de sus vecinos, se resbala un par de veces por lo árido del terreno, parece que fuese a rodar por el y pisa algunos charcos de agua, pero supera todo el camino y en otros 20 minutos llega a su casa en el sector La Tumbita del barrio caraqueño de La Vega.
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El sector se ubica en la parte más alta del cerro, donde ya no llegan el asfaltado o las escaleras, por eso la subida de Fermina es entre tierra y bordes peligrosos. En este espacio se asentó la gente sin cuidar las pendientes o falta de servicios, de allí que la zona sea perfecta para los delincuentes “que entierran por ahí a quienes matan”. A ese hecho el barrio le debe su nombre y a ello se debe también que las intervenciones y requisas de cuerpos policiales sean comunes en la zona.
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La casa de Fermina está hecha de asbesto, pero la pared del frente tuvo que ser levantada de nuevo con unas láminas de zinc que le prestaron los vecinos, pues la madrugada del pasado 2 de enero se les cayó parte de la estructura y la vivienda quedó totalmente descubierta. Ahora la familia vive con miedo de que se termine de derrumbar.
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Los únicos lujos de la vivienda son un televisor pequeño y una computadora, de resto, la familia de Fermina vive en austeridad. Una cama para los 4, sin agua en las tuberías, rodeada de tierra y en peligro de derrumbe, la casa de esta familia es una muestra en miniatura del deterioro que sufre el país.

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Wolfand trabaja en un ministerio como vigilante, pero su sueldo no es suficiente para mantener a la familia. El hijo más pequeño de Fermina tiene una deficiencia renal que lo acompañará toda la vida | Foto: Vanessa Tarantino

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En este hogar viven de lo que el señor Wolfang Villegas gana como funcionario de seguridad en el Ministerio de Educación y de los trabajitos que consigue a destajo reparando electrodomésticos. “Con eso se compra yuca, sardina, pan y siempre logramos que lo niños coman al menos una vez en el día, porque prefiero acostarme con un vaso de agua en el estómago para que ellos tengan algo de comer”, afirma el hombre de esta casa.
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Aunque nunca han tenido una posición económica favorable, Wolfang recuerda con nostalgia aquellos tiempos en que podía comerse un chocolate, traerles queso amarillo a sus hijos para cenar o comprarles algún dulce para consentirlos. Agradece que en la comunidad haya un comedor popular en el que sus hijos puedan almorzar y asegura que se trata de un alivio, pero se muestra “cansado” de “tener que vivir de la caridad”.
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El del Wolfang es el único ingreso, porque Fermina tiene tres meses sin trabajo. Antes limpiaba en algunas casas pero el cansancio y los males de su hijo más pequeño la obligaron a dejar el trabajo. “Hacemos cola en supermercados y buscamos pan. Una vez me tocó darles puro pan pelado, pero por lo menos comieron algo. Yo era gorda y ahora peso 47 kilos. Es difícil porque uno no duerme, el hambre no te deja y uno no está acostumbrado”, cuenta Fermina quien asegura que en una ocasión tuvo pena de salir a la calle “porque la ropa me queda muy grande y no tengo para comprar más. Yo me siento fea”.
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“Antes de morir Chávez, uno comía jamón, queso, de todo, pero después que agarró este tipo (Nicolás Maduro) nos arruinamos. En la cuarta lo único que hubo fue la escasez de la moneda níquel y después del Caracazo, incluso uno encontraba comida, pero en este momento yo me siento en período de guerra, como si estuviésemos en Alemania después de la Guerra, es un desastre”, cree Wolfang.
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El padre de esta familia no aspira a vivir con lujos, pero quisiera al menos vivir como antes y no pasar tanto trabajo: “Yo me siento mal porque quisiera que mis hijos tuviesen todo, uno le compraba sus zapatos, sus uniformes, tenía los remedios de la diarrea, de la gripe y ahora apelo a la ayuda de todo el mundo y por la mata de malojillo, de toronjil y de atamel que tengo por ahí sembrado”, cuenta.

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“Solo contamos con Dios”

Hace unos 3 años esta familia tenía hasta una bodega en su vivienda, cuyas ganancias servían para sostenerse, pero cuando Ever tenía seis meses de nacido una mala praxis médica en el tratamiento de una afección renal generó que el niño presentara una invaginación intestinal que casi le cuesta la vida y que derivó en la ruina de su familia.

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El pequeño estuvo hospitalizado 7 meses en el Pérez Carreño y dos de ellos en terapia intensiva. Fermina describe esa época con dolor y asegura que “nunca había pasado tanto trabajo”. A esta pareja le tocó vivir en carne propia la crisis de salud la que recuerdan con dolor: “Paríamos para encontrar todas las cosas que uno necesitaba en el hospital, las medicinas, la comida, los insumos médicos, todo”.

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Sin embargo, ven esa batalla como una tontería superada cuando piensan en la que luchan hoy día, pues Ever cargará con este problema de salud el resto de su vida y cualquier falla en la medicación que tiene prescrita podría resultar fatal. Debe tomar a diario vitamina E y Lemovit, un tratamiento que en la actualidad puede llegar a costar 2 millones y medio de bolívares, equivalentes al sueldo mínimo en Venezuela.

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“Ahora mismo el niño no tiene el Lemovit y corre el riesgo de bajar de peso y poder recaer. Él estaba pesando 16 kilos y ahora está en 14. Uno tiene que correr y ver cómo resuelve, es que solo contamos con Dios que mete su mano y nos provee de lo que hace falta”, dice Fermina.

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Por eso esta mujer, de origen colombiano, que sube y baja el cerro de La Tumbita en busca de ayuda y un futuro mejor está planeando volver a su tierra natal. “Yo no quisiera irme porque aquí hice mi vida y tengo a Wolfang, pero no puedo permitir que mi hijo corra peligro, entonces me tocará irme, aunque eso signifique dejar de ser la familia que somos”, dice esta madre, mientras se limpia una pequeña lágrima que se le escapó en su recorrido para llevar a sus hijos al comedor donde les darían el almuerzo que ella no puede proveerles.

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