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Los regalos del poder, sobre el nuevo anillo de Nicolás

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Por Jesús Urbina*

Todo el tiempo los jefes de Estado reciben obsequios. Esta práctica ha dependido del interés de gobiernos extranjeros, empresas e individuos de influir sobre ellos, de la simpatía que causen o del miedo que se les tenga. Pero desde siempre ha sido así.

En democracia suele haber un interés institucional por la regulación del protocolo de recepción, la propiedad e incluso la posesión de los obsequios diplomáticos y de origen político que recibe un presidente, cualquier alto funcionario público con cargo electivo o designado, y hasta el monarca que hereda la soberanía nacional. (Sí, estimado lector: muchos de los reinos contemporáneos son democracias con poderes sometidos a la Constitución).

Hay reglas jurídicas y deberes morales en el ejercicio de la función pública. En todo el mundo los ciudadanos estamos hasta el gorro de los excesos, los abusos, los caprichos y veleidades de los mandatarios, especialmente de los que asumen el poder público en calidad de bien propio y de carta blanca para lo que les plazca. Cuando priva la civilidad, parlamentos y gobiernos responsables dictan normas para limitar las competencias y atribuciones de los funcionarios.

Cada vez se suman más naciones al control de la vanidad de los presidentes, primeros ministros y reyes. A estos últimos en algunos casos se les fijan restricciones presupuestarias para limitar sus costosos fastos y ceremonias.

Mire usted lo que se está intentando hacer desde hace algunos años en México, Argentina, Colombia o Ecuador. Fíjese que hasta el mismo Rafael Correa, antes de dejar su cuestionada presidencia en 2017, aceptó lo impropio que es estar adueñándose de los objetos de especial valor recibidos mientras se ocupa la primera magistratura de su país. Desde entonces, los regalos dirigidos a quien sea presidente ecuatoriano se catalogan, resguardan y muestran en la sede oficial del gobierno, el palacio de Carondelet.

Además de llevar un registro formal de los regalos, en las naciones donde todavía priva algo de razón y de ley existen entidades que se encargan de la custodia de esos obsequios. Salvo los regalos que se puedan comer o beber, incluso los llegan a disponer para la exhibición pública, como justamente ocurre en Quito, pero también en Buenos Aires o Washington. No dejan que los presidentes salientes se apropien de lo que, en efecto, no es suyo.

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Y es que esta es la premisa clave: esos regalos no los recibió la persona, se los dieron al tenedor temporal del cargo. No importa cuánta lisonja, cuántas fotografías y videos, cuánta celebración acompañe el momento en que un diplomático, un jefe de Estado visitante, una personalidad nacional o extranjera le den obsequios a los presidentes. El destino de esos objetos, ahora convertidos en bienes del patrimonio público, será una bóveda oficial o un museo abierto al público; nunca el hogar personal del más alto funcionario.

Los argentinos lo aprendieron con la bochornosa apropiación que Carlos Menem hizo dede muchos regalos que recibió mientras era el amo de la Casa Rosada. Gracias al Decreto 1179/16, promovido por la Oficina Anticorrupción del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, los objetos recibidos por el Presidente y demás funcionarios del Estado se documentan y quedan protegidos del uso discrecional de quienes ejercen los cargos públicos. Por más que lo deseara, Mauricio Macri no se va a poder llevar a su casa el cuadro que le regaló el jerarca chino, Xi Jinping, en su visita a Buenas Aires el año pasado. Ese objeto ya es propiedad de la nación argentina, independientemente de la utilidad o el encanto que pueda tener para el mandatario que lo recibió.

Apuesto a que usted, respetado lector, está pensando lo mismo que yo: Nicolás Maduro se quedará con el anillo de oro y esmeralda que mostró con actitud presuntuosa en alocución nacional el 30 de octubre y que supuestamente le regaló un dignatario extranjero en Azerbaiyán, durante la cumbre del Movimiento de Países No Alineados. Nada se lo impide. Salvo las generalidades de un olvidado código de la segunda presidencia de Rafael Caldera, en Venezuela no hay normas reglamentarias como las de Argentina, el Decreto 501 de 2014 en Ecuador y las regulaciones de la Oficina de Protocolo de la Casa Blanca en Estados Unidos. Y si las hubiera no importaría pues tampoco hay aquí una democracia, ni Constitución, estado de derecho, imperio de la ley, y mucho menos, una deontología de la función pública.

En una dictadura, los presentes especiales que recibe el gobernante se cuentan como regalos personales, generalmente asociados al pago de favores y de benevolencias. Maduro seguramente jura que los regalos oficiales, igual que las instituciones del Estado y los recursos de la nación, terminan siendo de su exclusiva propiedad.

Y a fin de cuentas, ¿qué tanto le puede importar al señor del anillo ese montón de quilates y la enorme piedra verde, si en su cabeza un país entero le pertenece?

*Periodista, profesor universitario, coordinador de Transparencia Venezuela capítulo Zulia. @jurbina

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