Joven viví la experiencia de conocer gente que prefería la mentira a la verdad. En mi familia, mentir era terrible. Llamar mentiroso a alguien podía ser grave y te quedarías sin paseo en la semana. Alguien a quien quería, con autoridad, me cuestionó: “¿Quién te ha dicho que decir la verdad es mejor que la mentira?” Respondí: “Papá y mamá me enseñaron a ser responsable y a decir la verdad. No a mentir”. La respuesta, extraña para mí: “Las mentiras son mejor que la verdad”.
A partir de ese momento, empecé a estar inquieta; averiguar esa contradicción, de la que me di cuenta, tardíamente. En efecto, hay quien prefiere la mentira a la verdad. No fue fácil aceptarlo. A lo largo de mi vida, comprobé que así era. Un problema de la cotidianidad. “Entorno inmediato e íntimo”, lo conceptualizó el maestro Daniel Prieto Castillo; lleva a un problema mayor, impuesto por estados totalitarios. Los comunistas, en la Unión Soviética, dijeron cualquier cantidad de mentiras por décadas. Cuando no lograron lo que se proponían, inventaron logros, realizaciones, éxitos. Transformaron la información en propaganda, si es que puede expresarse de esa manera. Al pensar que debían enfrentar al planeta entero, que iba progresivamente actuando cada vez con mayor cultura, avanzando en la democracia y en generaciones de Derechos Humanos, optaron por no decir la verdad. Omitirla, inicialmente ocultándola, después hasta llegar a transformar sus deseos en supuestas realidades y sus falsas creencias que ellos asumieron.
El año de 1959, Mao Zedong, obsesionado por lo ocurrido a la muerte de Stalin, impuso una consigna llena de fuerza ideológica, pero sin posibilidades: “el Gran Salto Adelante”. Cumplía la Revolución China 10 años. Supuestamente con éxitos y no ocurría –que se supiera– un proceso de gran represión. ¿En qué consistía el Gran Salto Adelante? Una especie de brinco político-ideológico-social: China dejaría de ser un país agrícola y se transformaría a la industria pesada. Debían pasar al sistema radical con la comuna, centro económico del país. El “Timonel Rojo” ordenó: los metales existentes, ollas, planchas, sartenes, carretillas y demás utensilios de metal, serían sometidos al fuego y derretirse. Pronto no hubo qué comer, tampoco dónde preparar o cocinar los alimentos. Abandonado el campo, no hubo productos, se produjo una crisis alimentaria que llevó a la hambruna y muerte de unos 40 millones de chinos.
Mi padre viajó a China en ese aniversario. Vio solo lo que le dejaron ver. No han cambiado su manera de ser, ni de pensar. Transcurrieron 61 años de esa terrible hambruna; ahora ha sido la epidemia, transformada en pandemia, amenazando al planeta entero. Dicen mentiras y ocultan la verdad. Son dignos de piedad: han perdido su condición de seres humanos. ¡Dios está al mando, Él los juzgará!
Gloria Cuenca es escritora, periodista y profesora retirada de la Universidad Central de Venezuela
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