Opinión

El milagro económico venezolano

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Por: Raúl Moreno Novelli


Después de un desastre económico de proporciones universales y que todos los venezolanos conocen, ha surgido una rendija de esperanza: estaríamos a las puertas de un milagro económico. Nicolás Maduro se convierte en Konrad Adenauer y Tareck El Aissami es nuestro Ludwig Erhard.

Se nos anuncia que la economía venezolana va a decrecer a un menor ritmo, que la inflación solo será de tres dígitos y que nuestro país vuelve a ser, aunque sea solo para algunos, la tierra de las oportunidades. Se acabaron los bachaqueros y las colas en los supermercados y abastos, el dólar sustituye al bolívar y se anuncia que este reaparecerá con cinco ceros menos y todos podremos satisfacer nuestras necesidades de alimentos, atención médica, educación y esparcimiento. Los videos de lujosos bodegones en los que la champaña Taittinger se codea con los productos de Costco inundan las redes. Igual sucede con las reseñas de grandes restaurantes. Ya nadie se acuerda de las inspecciones, fiscalizaciones y allanamientos de la Sundecop y de la Sundde.

 Ante esta nueva realidad, empresarios de maletín aplauden como focas esta milagrosa oportunidad de “producir” y hacer fortuna. La consigna guevarista de crear “dos, tres, muchos Vietnam” ha sido reemplazada por la creación de dos, tres, muchos bodegones. ¿Cómo funciona esta nueva economía? ¿Cuál es la realidad del “milagro”? Dejo a Cusano y a Roig explicar los fundamentos macroeconómicos de esta resurrección y a Luis Vicente León contar cómo los venezolanos alborozados reciben estos cambios. Me voy a limitar a narrar, mediante un ejemplo puntual, cómo funciona la NEP (Nueva Política Económica, no exactamente de inspiración leninista).

Tuve que renovar mi pasaporte. Después de trámites cibernéticos a ratos eficientes y a ratos exasperantes, y sin utilizar gestores ni pagar coimas, recibí un correo electrónico del Saime en el cual me notificaban, previo efusivo “saludo revolucionario”, que debía acudir a una determinada oficina del Servicio en los Valles del Tuy (¿¿??) a completar mis datos y para las fotografías de ley.

El horario de la oficina en cuestión indica que esta abre sus puertas a las 8:00 am, pero amigos veteranos tramitólogos me señalaron la conveniencia de llegar más temprano. Así lo hice. 

A las 5:30 am me presenté al local indicado y observé que había tres colas: la primera de ellas era para quienes querían sacar o renovar la cédula; la segunda, para los que solicitaban la extensión de la validez de pasaporte; y la tercera, la mía, para los que necesitaban un pasaporte nuevo. Tenía por delante a unas 100 personas y en las filas restantes, un número aproximadamente igual de ciudadanos esperaban ser atendidos por los servidores públicos.

Al no más llegar se me acercó una dama y me ofreció uno de los primeros puestos en la cola a cambio de 20 dólares. Me pareció caro e impropio; por lo tanto, decliné la oferta. En el transcurso de las 10 horas que precedieron la finalización de mi gestión, pude observar que unas 5 personas, bajo la dirección de la referida señora, cedían su puesto en la fila a los recién llegados y se volvían a colocar al final de la cola, que fue creciendo hasta duplicarse para el momento de la apertura de las puertas.

Había también un pequeño equipo (dos muchachos muy jóvenes) que ofrecían banco, taburetes y sillas plegables por la módica suma de tres dólares. No tuve problema ético en contratar este servicio. 

Dos personas vendían agua, café y se ofrecían a traer empanadas de carne pollo o queso de un quiosco vecino. Una “librería”, que vende todo salvo libros, daba en alquiler un baño con una tarifa variada en función de la magnitud de las necesidades. Otra joven vendía máscaras alertando que a quienes no la tuvieran, no los dejarían entrar en la oficina. Todos estos servicios debían cancelarse en divisa norteamericana o euros y algunos permitían transferencias vía Zelle.

Al abrir la oficina del Saime aparecieron dos funcionarios que operan fuera del local: una empleada civil y otro uniformado de verde oliva, no sabría decir si era de la Guardia Nacional, Ejército o Milicia Bolivariana. La labor de estos dos servidores públicos consistía en organizar la cola con un grado importante de arbitrariedad remunerada.

Me di cuenta rápidamente de que algunas personas no hacían cola y entraban directamente, luego del conciliábulo con los antes mencionados “organizadores”.  En más de una ocasión me pareció ver un discreto intercambio de dinero entre ambas partes. En otros casos era evidente que los recién llegados tenían su ingreso arreglado de manera previa y eran llevados directamente a la entrada de la oficina. No dejó de extrañarme la pasividad con la que todos contemplábamos ese abuso tan evidente.

Con el transcurrir de la mañana, la cola empezó a moverse y lotes de 10 personas entraban al local. También apareció el sol, lo que les dio oportunidad a vendedores de sombrillas, gorras y viseras.

Siete horas después de haber llegado me tocó entrar. El arrendador de taburetes recuperó su propiedad y me sugirió la conveniencia de una propina.  Mi negativa a semejante despropósito no tuvo mayores consecuencias.

La oficina era igual a todas las oficinas en las que los ciudadanos son atendidos por servidores públicos: El aire acondicionado no funcionaba, pero dos ventiladores, un tanto ruidosos, lograban una temperatura aceptable. En las paredes, estaban pintadas consignas revolucionarias y de una de ellas colgaba una imagen del “Che” Guevara. Había fotos de quienes encarnan el orden jerárquico en estas labores de identificación y extranjería. Primero, el “Comandante Eterno”, con su boina roja de paracaidista, su uniforme de comandante en jefe y una consigna: “Amor con amor se paga”.

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Inmediatamente debajo aparecía el presidente Maduro con guayabera roja, acompañado por la “Primera Combatiente”, quien lucía un impecable conjunto Chanel. Venía luego un sonreído ministro del Poder Popular para las Relaciones Interiores, la Justicia y la Paz, luciendo su uniforme cuban style con todo tipo de guindalejos y aperos de combate, un sombrerito de “selva”, chaleco antibalas y un pistolón en una funda pectoral. Luego un viceministro —a quien no pude identificar—, el director del Saime y, por último, el jefe de la oficina, quien despacha desde un excesivamente grande escritorio de fórmica y se sienta en una silla ergonómica. Los funcionarios subalternos, que eran siete, cumplían sus funciones (llenar planillas, tomar fotos, huellas digítales y entregar cédulas y pasaportes) desde escritorios metálicos muy destartalados. Al entrar, mi situación mejoró, pues había sillas que nos permitían irnos acercando a los escritorios, parándonos y volviendo a sentarnos en los asientos subsiguiente. Los turnos de quienes ya estábamos en el sancta sanctorum se veían alterados por la llegada de los enchufados, quienes eran atendidos de acuerdo con su rango.

Los de menor perraje, muchas veces acompañados por gestores, eran tratados con cortesía una vez que se identificaban, se constataba la existencia de una “cita preferencial” y cancelaban discretamente un monto no determinado.

Los de mejor linaje revolucionario, que venían acompañados por algún amanuense, civil o militar, eran atendidos obsecuentemente por el jefe, quien los despedía, con el pasaporte ya en la mano, con un claro y no disimulado mensaje: “Dígale al general que lo atendimos bien” o “No deje de contarle al ministro (o viceministro o diputado o simplemente “al doctor”) que “fue un gusto atenderlo”. A ellos no se les cobraba nada.

Finalmente, a las 3:00 pm, cumplidos los trámites y en espera de una nueva cita para la entrega del pasaporte, me retiré del lugar y le cancelé  la módica suma de un dólar a quien diligentemente me había “bien cuidado” mi vehículo.

Aunque podrían interpretarse algunas señales, como la aparición de los bodegones, como una superación tímida de la crisis económica venezolana, para el economista Raúl Moreno Novelli, el milagro económico no existe sino que el venezolano recurre al «resuelve». «La ineptitud, la corrupción y la ineficacia generan nuevas oportunidades de trabajo», afirma.

El lector se preguntará ¿qué tiene que ver todo esto con el fulano “Milagro Económico Venezolano”? La respuesta es muy sencilla: saquemos una cuenta. Seis vendedores de puestos en la cola; dos arrendadores de asientos; dos repartidores de bebidas y tentempiés y dos operadores del quiosco; un empleado de limpieza del baño de la librería; un vendedor de máscaras para el COVID 19; dos vendedores de sombrillas y gorras; tres cuidadores de carros; dos organizadores de cola y un número indeterminado de gestores reciben una paga, ganan dinero (en divisa extranjera) desempeñando una actividad no productiva que no agrega ningún valor y prestando un “servicio” que no existiría si los empleados públicos fuesen competentes, eficientes y bien remunerados.

Unas 20 personas “trabajan” solo en la cola de los pasaportes, en torno a esa oficina del Saime, más los correspondientes a las filas para cédulas y calcomanías, más los gestores, más los integrantes de las redes que permiten el acceso a los enchufados, a sus parientes y a sus amigos. Y por último, ocho funcionarios públicos que ganan tres o cuatro dólares mensuales, que completan sustancialmente sus ingresos y sobreviven en el “Mar de la Felicidad”.

Multiplique usted, amigo mío, este número  por todas las dependencias públicas que atienden ciudadanos y en las que hay colas, colados y enchufados, y  agregue a los ascensoristas que les cobran a los usuarios; los recolectores de basura que no se detienen en las casas y edificios que no “colaboran” con ellos; los empleados de Cantv que cobran un extra por sus servicios; los bomberos de gasolina; los policías y guardias en las alcabalas, los inspectores de aduanas, los porteros y secretarias que consiguen acceso a los jefes, y siga contando…

La nueva Venezuela “funciona”, como lo demostró con emoción y agradecimiento el otrora “Tigre” Eduardo Fernández al retirar su pasaporte en el Saime, suponemos que con las consideraciones propias a su alta jerarquía.

La ineptitud, la corrupción y la ineficacia generan nuevas oportunidades de trabajo. Fedecámaras apoya; Maduro explica por televisión cómo fluyen los pasaportes y pasaportas, los alacranes gozan, la boliburguesía crece y la gente del común se baja de la mula con lo que recibe de parientes emigrados o con lo que queda de algún ahorro en el exterior. Todo ello sin luz, sin internet, sin agua potable, sin gasolina, sin nada. ¿Quién puede pensar que se trata de un milagro?

Milagro ayudado por los dólares del narcotráfico y de la minería ilegal

Hace algunos meses pude leer el relato de un investigador de la Universidad de Uppsala, quien se encontraba en Cuba en labores académicas. El sueco preguntó a un profesor de la Universidad de la Habana ¿de qué viven los cubanos? y recibió la siguiente respuesta: de los inventos. 

El escandinavo, atrapado por esa simpatía natural que sienten los europeos por la revolución, le repreguntó: ¿cuántas patentes se registran al año? Y esperó una respuesta vinculada a la biotecnología. El profesor de economía posmarxista le contestó: “Ninguna. Los cubanos viven de lo que inventan para sobrevivir”. Del resuelve, dirían los venezolanos.

No hay tal milagro. Lo que sí existe es el daño, llamado por algunos antropológico, que se le ha hecho y se les hace a los venezolanos, al alma colectiva de la nación, a su espíritu, a sus principios y a sus valores. Los que viven del rebusque logran tal vez sobrevivir, pero no agregan nada, no producen nada, no generan riqueza alguna. Lejos de conformar un milagro, lo que logran es degradación, corrupción y destrucción.

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