Eran las 5:30 de la tarde en Cúcuta-Colombia, del lunes 9 de noviembre. Horas antes, el caudal del río Táchira, crecido tras las intensas lluvias, arrastró los puentes improvisados de las trochas que conectan a los países hermanos. La fuerza de la naturaleza frenó por al menos 24 horas la actividad económica ilegal que predomina en la frontera colombo-venezolana.
«¡Ya abrieron! voy para allá, patrón», escribió un trochero a Carlos (nombre anónimo para resguardar la identidad), mientras un aglomerado de venezolanos retomó la tarde de este lunes el paso por un par de puentes habilitados en la zona de los platanales, entre Cúcuta y San Antonio del Táchira.
La Parada (Villa del Rosario – Norte de Santander), a escasos metros del puente Simón Bolívar, fue el punto de encuentro que marcó la travesía de Carlos para retornar a una Venezuela más opacada, de la que dejó hace ocho meses cuando decidió visitar a su hija en Ecuador. El 28 de febrero de 2020, salió de Venezuela a Colombia con el aval migratorio y sin pensar que 20 días más tarde, sus planes cambiarían, debido a un confinamiento mundial obligado por la pandemia del COVID-19.
XENOFOBIA CONTRA LOS MIGRANTES: ¿CÓMO FRENARLA?
«Yo nunca había estado tanto tiempo lejos de casa, de mis viejos, de mis seres queridos. Hoy comprendo y respeto el sacrificio de quienes deciden dejar a Venezuela para buscar una mejor vida, porque no es fácil», comentó el migrante.
Al mismo tiempo, añadió: «Para mí es duro volver bajo la sobra de la ilegalidad y ver a mi país más golpeado. Me dolió ver a tantas familias durmiendo en alcabalas y caminando miles de kilómetros para huir del país, porque sencillamente no tienen con qué comer o decidieron buscar una mejor calidad de vida».
Conciliar el sueño y respirar la tranquilidad de un país ajeno fue casi imposible para Carlos, quien a pesar de las dificultades, agradece a Dios la bendición de haber compartido junto a su hija. «La mente tiene el control y no te voy a negar que disfruté cada segundo junto a mi hija, pero una parte de mí nunca se desconectó de esta Venezuela y tenía mis noches largas, sin respuestas».
El paso de trocha
Aún el sol mostraba el atardecer de aquel lunes, cuando el migrante venezolano avanzó entre los matorrales, con la compañía de dos hombres fornidos de 1,80 metros de altura, eran solo dos entre decenas de los llamados trocheros: personas que se dedican a ser guías en los pasos ilegales (trochas) entre dos países.
En el trayecto de dos kilómetros, aproximadamente, entre los platanales, el joven no logró esquivar los nervios, pues era la primera vez que ingresaba al país de forma ilegal. Aquel hombre delgado, piel pálida, de unos 30 años, avanzó entre el barro y cruzó dos puentes improvisados de madera, cercanos a unos 10 metros de largo, cada uno. Asegura que no tuvo tiempo de medir los riesgos de caminar sobre tablas sin barandas, desde donde se observaba el rugir del río.
Carlos caminó y contempló de reojo lo que, hasta ese momento, eran solo cuentos de vecinos y amigos desplazados de Venezuela. «Tal vez para muchos no es algo nuevo; yo solo intenté no transmitir el asombro de ver a hombres, algunos hasta más flacos que yo, con sacos enormes y otros que llevaban una torre como de 10 gaveras inclinadas en sus espaldas».
Mientras pasaban la trocha, uno de los hombres cargó un pesado morral azul donde el joven venezolano llevaba sus tres pantalones, tres camisas, un par de medias, tres llaveros de recuerdo, dos galletas y unas medicinas que compró en el centro de Cúcuta.
«Un primo de una amiga que está en cama tiene tres meses sin poder cambiarse una sonda de orinar, porque no la consigue. Me pidieron el favor de llevarlas y tambien compré unas pastillas para la tensión a mi padre», contó.
La presencia de dos oficiales del Ejército colombiano anunció el comienzo de la trocha desde Cúcuta, mientras del lado venezolano, antes de completar el paso ilegal se encontraba un cerco de grupos armados (en estas trochas operan los llamados colectivos, paracos y guerrilleros) con la autoridad temida para cobrar una cuota de dinero en efectivo (vacuna), desde 10.000 hasta 80.000 pesos o más, dependiendo de lo que trasladara la persona.
«Yo solo caminé sin ver a los lados. Mientras pasaba uno de los puentes ayudé a empujar una moto con sacos de refrescos y cuando llegué a la alcabala de guerrillos no me detuve. Ellos solo frenaban a los que traían mercancía, eran como 15 hombres, revisaban y cobraban la vacuna, pero ese trámite lo cumplían en cuestión de segundos», relata Carlos, mientras soltó un suspiro de alegría por estar de vuelta en tierras venezolanas.
«Yo solo quería llegar a mi país, sentía que se me agotaba el tiempo», señaló el migrante. Al llegar a San Antonio, logró abordar un vehículo por puesto que lo trasladaría hasta Maracay, a pesar de las restricciones por la semana de radicalización. Sin embargo, la odisea del retorno aún no terminaba.
Alcabalas y matraqueos
Junto a otro migrante, Carlos continuó su regreso a Maracay, la Ciudad Jardín, en un vehículo Arauca, para lo cual debieron pasar por al menos 30 alcabalas policiales y de la Guardia Nacional (GN), en un viaje de 17 horas, aproximadamente. «En la segunda alcabala nos topamos con los PoliTáchira, uno de los oficiales notó los nervios de mi acompañante y al descubrir que venía de Perú, sin titubear le pidió 100 dólares para no llevarlo a un refugio», contó.
Roberto, el joven proveniente de Lima, a quien su hijo y su esposa lo esperaban en Maracay, entregó un billete de $100 al uniformado, luego subió al vehículo y soltó el lamento: «Eso era parte de mis ahorros, por lo que trabajé durante un año como carpintero allá en Perú».
Carlos vivió de cerca cómo en cuestión de segundos un funcionario de PoliTáchira robó, sin pistola en mano, $100 de los $800 que Roberto ahorró en un año para intentar sobrevivir en Venezuela, mientras encuentra un trabajo. «Por dentro sentía indignación, mientras observaba cómo el compañero de viaje se lamentaba del matraqueo, que fue un vulgar robo».
El transitar en alcabalas tachirenses fue un completo martirio, asegura el maracayero. «Yo venía con mi pasaporte escondido en el vehículo, porque arribé a Colombia en un vuelo desde Quito y tenía mis sellos de ingreso a Bogotá». En una alcabala de la GN en El Piñal, un funcionario se percató que este tenía en su bolso papeles que evidenciaban su estadía en territorio ecuatoriano.
Para su suerte, el costo ante la amenaza de llevarlo a un refugio fue pagado con 10.000 pesos colombianos, el precio de un refresco de dos litros que debió dejar a los uniformados castrenses. Así continuaron evadiendo los puntos de control de GN y policías.
«Nuestra versión en las alcabalas era que veníamos de San Cristóbal y que eramos amigos, pero en algunas ocasiones no funcionó esa historia», explicó Carlos, quien recordó que en una alcabala de Barinas, uno de los sargentos chequeó la maleta de Roberto y los bolsos de Carlos y del conductor, pero al inspeccionar el auto, encontró el pasaporte que probaba la procedencia desde Ecuador.
«Uno se siente atrapado, el corazón se acelera y solo queda la opción de aceptar el matraqueo y ofrecer lo poco que tienes de dinero para que te dejen seguir el camino. Yo solo tenía 20.000 pesos y después de rogarle al funcionario, me los aceptó».
En los puntos de control policial entre Cojedes y Carabobo, el matraqueo a plena luz del día no pasó de algunos chocolates y galletas. «A pocos kilómetros para arribar a la capital del estado Aragua, el corazón se doblega y la nostalgia te abraza», comentó.
«En cada alcabala, los nervios estaban presentes, pero cuando empecé a ver a las personas dormidas en carretera y otras caminando miles de kilómetros hacia la frontera no pude evitar sentirme mal. Eran muchas familias y, al parecer, todos huyen del hambre, de la falta de servicios básicos y de un país en ruinas», lamentó Carlos, que regresó a Venezuela con el compromiso de aportar un granito arena para reencontrar el país que sueña para su hija y todos los niños venezolanos.
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