Rivera. María Fontalvo escapó de Venezuela escondida en un camión junto a su hijo; Maricruz Salazar viajó 40 horas por tierra para salir de ese país. Hoy ambas viven en Uruguay, donde ayudan a los migrantes que arriban con la pesada mochila de «dejar de ser» en pleno vía crucis latinoamericano.
La vulnerabilidad y la incertidumbre que viven quienes parten hacia un nuevo rumbo se ven reflejadas en estas dos mujeres que desde hace años viven en Rivera, ciudad del norte uruguayo que comparte vida binacional con la brasileña Santana do Livramento.
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El escape de ambas de su país fue como el de tantos que viajan por tierra hacia Uruguay en busca del sueño de una vida mejor que, muchas veces, no consiguen. Viajes eternos, peligrosos, con hambre, frío y angustia marcaron a fuego a estas dos mujeres que hoy intentan ayudar a otros para aliviar parte de la herida humanitaria de la migración.
Desde la frontera invisible donde ahora viven, narran a EFE el arduo camino para instalarse en el país y cómo hoy buscan mejores condiciones para los extranjeros que llegan de a cientos desde Venezuela, Cuba, República Dominicana e incluso naciones africanas.
La pandemia no hizo otra cosa que sumar dificultades a estas almas que deambulan por Brasil hasta llegar a Uruguay -que comparte más de kilómetros de frontera con el país vecino- y que, si pueden entrar en condiciones de refugiados, muchas veces se miden al flagelo de la pobreza o la falta de oportunidades para adaptarse.
Salazar conocía Uruguay, creció al son del tango y con el amargo gusto del mate. Ello la hizo ir hacia aquella nación que solo imaginaba en sueños de infancia. Fontalvo, en tanto, tenía a su hija y una amiga en Montevideo y partió hacia la capital más austral de Latinoamérica donde la vida parecía más justa, pese a tener que soportar el frío que no se siente en tierras caribeñas.
Ambas optaron por vivir en Rivera, ese lugar donde dos naciones se abrazan como si fueran una con dialecto propio (el portuñol) y también una forma de vida más barata que Montevideo.
Como sostiene Salazar, al migrar se pierde la identidad, el estatus social y la trayectoria profesional. «Cuando te conviertes en migrante, tú dejas de ser«, subraya.
Junto a un colectivo de migrantes y organizaciones sociales ella da «una mano amiga» a los rezagados por una sociedad que los estigmatiza y los hace padecer el calvario de la helada soledad al dormir en plazas sin trabajo ni comida.
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Las historias son miles: mujeres embarazadas, jóvenes con sueños rotos y un país que, si bien los recibe como otros no hacen, también les cierra muchas puertas.
«Todos queremos estar en nuestra tierra, tener nuestros aromas, nuestros sabores, nuestros afectos, nuestra familia cerca, pero nos vemos en la necesidad de salir buscando un bienestar. Quizá no es para enriquecernos, pero para tener una calidad de vida que sea viable, donde tengas paz, donde puedas comer todos los días, tener las cosas que son básicas para la vida», concluye.
El refugio o la exclusión. Las dos opciones que manejan cientos de migrantes que llegan a Uruguay tras atravesar una tenebrosa senda de miles de kilómetros por Brasil en la que combaten hambre, frío y la desesperación de escapar de la dura realidad de su tierra natal con el latente temor a lo desconocido y a no poder sobrevivir.
Con su maleta repleta de angustias, sueños y poco dinero, como tantos en tantas regiones del mundo, los migrantes llegan a la frontera seca uruguaya y deben demostrar que cumplen con las condiciones de refugiados para poder ingresar y no quedar en un limbo eterno sin que nadie los reciba.
Pese a tener sus fronteras cerradas por el COVID-19, Uruguay tiene excepciones que permiten la entrada a refugiados. En los últimos meses, el incremento de solicitudes de refugio llevó al país a tomar medidas junto a la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiado (Acnur).
«Estamos hablando de cientos de personas que se presentan cada semana intentando ingresar al territorio uruguayo», cuenta a EFE el representante regional de Acnur, Juan Carlos Murillo.
Según narra, las personas llegan en situaciones «muy vulnerables», necesitan agua, abrigo y lugar de acogida por lo que quienes son aceptados tienen centros de contingencia para hospedarse.
«Vemos como muy positivo que haya la voluntad de las autoridades a nivel fronterizo en coordinación con las nacionales de dar una respuesta humanitaria a quienes lo necesitan», señala Murillo, quien acota que, en 2020, fueron más de 2.800 las personas que solicitaron refugio.
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La directora departamental del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES), Natalia López, narra a EFE que en la frontera se vive «una situación muy compleja». «Generalmente nos cuentan las muchas situaciones que pasan para llegar hasta acá, que vienen creyendo otra situación y después en el camino se encuentran que no es la realidad que les dijeron«, explica.
La representante de OIM en Rivera, Miguela Álvez, cuenta a EFE que al país llegan personas en condiciones de extrema vulnerabilidad y la organización les da «apoyo humanitario» porque los migrantes nunca son ilegales sino «irregulares».
La problemática de solicitar refugio sin pruebas y la desesperación por querer entrar a un país para encontrar estabilidad están latentes en cada historia fronteriza.
EFE
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