Ángela carga en brazos a su hija de un año. Sus otros tres niños la rodean, se abrazan a sus piernas con sus bracitos delgados; están sin camisa y la piel del abdomen deja ver las costillas. Uno de ellos llora sin cesar y ella ya no sabe qué hacer para calmarlo. Están en el patio de la casa, donde la brisa mitiga el calor. Gabriel, el mayor de todos, tranquilo, se sienta en la tierra y comienza a dibujar sobre ella. Ángela lo ve, inhala y al exhalar dice: “Hay veces que me pongo a pensar qué van a comer mis hijos y me siento muy mal”.
Con 22 años, Ángela asume la maternidad de forma estoica. “Yo no soy mala madre, si Dios me los mandó, yo lucho y salgo adelante por ellos”. Sueña con aprender peluquería y estilismo, por ejemplo; pero se lo impide no tener para pagarle a alguien que cuide a sus niños.
No puede trabajar porque debe encargarse de los cuatro niños y con lo que el esposo hace semanalmente solo alcanza a comprar algún carbohidrato como pasta o arroz, un poco de queso, pollo o sardinas. Nunca lo suficiente.
Foto: Rayner Peña
Su casa tiene el piso de tierra y da la sensación de amplitud, quizás, porque no hay muebles ni mesa. El televisor reposa sobre el refrigerador que intentaron reparar cuatro veces. Cocinan gracias a una hornilla que funciona con gas. De tres habitaciones, solo utilizan una: en la cama más grande duerme Ángela con su esposo; en la pequeña, los tres niños y en un corral cubierto con una tela delgada, su hija menor. En el mismo cuarto, detrás de una cortina, está el inodoro.
Para hidratarse, asearse y cocinar, deben recoger agua que llega por un tubo que está en el patio de la casa. Como no tienen nevera, le piden a algún vecino que les guarde una botella de agua que hierven para poder refrescarse. Los niños pasan todo el día jugando en la tierra, con los insectos, las ramas que caen o en los pozos que se forman cerca de los árboles.
Foto: Rayner Peña
Gabriel es el mayor de sus cuatro hijos de Ángela. Quizás tímido, posa ante la cámara como quien tiene años de experiencia, pero falta el sonido de su voz dentro de la casa. Ni siquiera habla para pedir comida. Sus brazos y piernas son delgados, su abdomen está abultado y la piel se pega a las costillas. Es colaborador y ayuda en lo que se le pida. “Él está pequeño, pero cuando estoy cocinando o algo, me ayuda con sus hermanos”, cuenta su mamá.
Es tan tranquilo que puede pasar horas viendo el mismo árbol o a uno de los gatos que entran desde la casa de los vecinos. Tiene cinco años y nunca ha ido al colegio, no sabe leer ni escribir. Tampoco su mamá. Deletrear su nombre implica un esfuerzo para ella; se frustra y ruega: “Espero que ellos crezcan, que estudien, que salgan adelante”.
Foto: Rayner Peña
No ha sido fácil. Los cuatro niños han estado a punto de morir a causa de la desnutrición. Ninguno, a excepción de la niña menor, fue amamantado, no porque no haya querido, dice, sino porque a ninguno le gustó. Gabriel nació en marzo del año 2013. Ángela cuenta que cuando salió embarazada no se sentía tan asfixiada económicamente: se podían comprar pañales, fórmulas alimenticias y comida para la familia.
El embarazo fue sin contratiempos, pero, al año de nacido, Gabriel enfermó con lechina y perdió mucho peso. Luego, llegó la escasez y el aumento de los precios. Con la caída del poder adquisitivo ya no pudo comprar proteínas, frutas, vegetales y legumbres. La disminución de la calidad de la alimentación evitó que se recuperara completamente.
Gabriel no fue revisado por un pediatra durante tres años. En marzo de 2018, Meals4Hope, una organización que brinda apoyo a niños en situación de hambre, realizó una jornada de talla y peso en el barrio Brisas del Sur, en Ciudad Guayana, a dos kilómetros y medio de José Tadeo Monagas, en San Félix. Allí, Ángela se enteró de que Gabriel pesaba 12,8 kilos cuando debía pesar, por lo menos, 18. Meals4Hope le donó vitaminas y alimentos a base de maíz para los cuatro niños. Entre marzo y julio de este año, Gabriel aumentó casi tres kilos: un peso, todavía, insuficiente.
Foto: Rayner Peña
Marialexandra Ramos, pediatra de Meals4Hope, explica que en la región los casos de desnutrición no se diferencian muchos de los del resto del país. Considera que los niños orientales son más vulnerables desde la reaparición de la difteria, en julio de 2016, y el sarampión, en julio de 2017, cuyos primeros casos se registraron en el estado Bolívar. Hasta la fecha, el Estado venezolano ha notificado a la Organización Panamericana de la Salud (OPS) 1.992 casos de difteria y 4.272 de sarampión.
La incapacidad económica de las familias para comprar la canasta básica se mezcló con la deficiencia del Gobierno para cubrir la demanda de vacunas, sobre todo, para niños menores de cinco años. Muchas madres viajan hasta la frontera con Brasil para comprar medicinas, pero no todas las familias tienen los recursos económicos para costear el viaje, el hospedaje y los medicamentos. Tampoco les queda tan cerca como a los tachirenses la frontera con Colombia, lo que dificulta, aún más, el acceso, incluso, a los alimentos.
Foto: Rayner Peña
Como muchos niños del estado Bolívar, Gabriel muestra déficit en el peso y la talla y pérdida de masa muscular. La especialista asegura que no solo se alimenta mal, también duerme mal, está sin vacunas, no tolera malestares como un niño bien nutrido y se enferma con facilidad. De acuerdo con Ramos, esas son algunas de las causas del comportamiento apaciguado de Gabriel. Además, la deficiencia alimentaria afecta su sistema cognitivo y afectivo, por lo que le cuesta conectarse con su entorno.
Para Gabriel, pesar menos de lo que debería para su edad podría implicar tener dificultades para caminar porque su musculatura no sostiene su estructura ósea. En Bolívar, las familias más pobres se alimentan con yuca y plátano, a veces los preparan con la concha para hacer una especie de atol o papilla. Se sienten llenas, pero no se alimentan. En Meals4Hope, Marialexandra Ramos ha evaluado a niños con colesterol y triglicéridos altos, no porque coman mucha carne o grasa animal, sino porque consumen dos o tres veces al día algún tubérculo con algo parecido a la margarina. Aunque habla poco, Gabriel le dice a su mamá que le gustaría volver a comer arroz, pollo y ensalada.
Foto: Rayner Peña
La familia de Gabriel no ha tenido suerte con los programas del Gobierno. En abril de 2016, el presidente Nicolás Maduro decretó la creación de lo que convertiría en su programa bandera: Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap), la nueva forma de organización popular encargada de la distribución casa por casa de los productos regulados de primera necesidad a cargo del Ministerio de Alimentación. Los productos llegaron al barrio José Tadeo Monagas y a la casa de Gabriel en marzo de 2017, casi un año después del anuncio.
Entre abril de 2016 y julio de 2018, según anuncios del Presidente, el Estado ha invertido 818 mil millones de bolívares para importación y distribución mensual de alimentos a través de los Clap. Aun así, a la casa de Ángela, y a las de las otras familias del barrio, las cajas llegan de forma irregular: puede tardar hasta tres meses. Cuenta que la caja los ayuda, pero les alcanza para alimentarse, como mucho, durante una semana.
Antes de las cajas de los Clap, entre 2003 y 2012, Hugo Chávez había creado más de una decena de programas para fortalecer el acceso a alimentos y la producción nacional.
En el barrio José Tadeo Monagas, los programas y políticas públicas parecen no existir. Gabriel ha mejorado gracias al trabajo de las mamás de la comunidad. Juana Cabello, una vecina de la zona, conoció a María Nuria de Cesaris, miembro de Meals4Hope, durante una de las jornadas de talla y peso en el barrio Brisas del Sur. Juana ofreció su casa para la instalación de un comedor.
Foto: Rayner Peña
Con la donación de alimentos, las manos de cuatro madres, entre ellas, Ángela, y la coordinación de Juana, lograron crear un espacio para 19 niños con desnutrición de entre uno y 11 años.
Ángela se sumó no solo porque sus cuatro hijos se beneficiarían: ella también es remunerada por su trabajo. Junto a otras tres mujeres, a las seis de la mañana, cada día, comienzan a preparar desayunos para todos los niños. Una hora después, ellos llegan, lavan sus manos, agradecen a Dios por los alimentos y comen. Además, los 19 están en control de talla y peso, reciben medicinas y un kilogramo de alimento a base de maíz cada 15 días.
Juana conoce las necesidades de su comunidad, por eso asume la coordinación del comedor con responsabilidad, también con esperanza. Siempre visita a Ángela y la ayuda a atender a los niños. Entiende que ella hace lo que puede con lo que sabe. Sueña con que la situación económica mejore en Venezuela, para ya no ver a los hijos de sus vecinos morir de hambre. Agradece por la vida de esos 19 niños, incluido Gabriel, a los que todavía pueden salvar.
En cumplimiento con la legislación venezolana, fueron cambiados todos los nombres de los niños y familiares contenidos en el material periodístico publicado en El Pitazo, con el objetivo de proteger su integridad
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