Desafiantes. Angustiantes. Así describe José los tres días más eternos en sus 50 años de edad. Cuando salió con mucho esfuerzo desde el estado Sucre y dio el último paso para ingresar a los Estados Unidos, no sabía lo que le esperaba: unos guardias federales lo arrestaron y comenzó la prueba más grande de su vida.
José cuenta sus días en prisión en Eagle Pass, una ciudad ubicada en el condado de Maverick, estado de Texas, que limita al sur con Piedras Negras, México, uno de los pasos más riesgosos a los que se enfrentan los inmigrantes indocumentados que intentan alcanzar el sueño americano.
José vivía con su mamá en Carúpano, la segunda ciudad más importante del estado Sucre, en el Oriente de Venezuela. Es un hombre correcto que nunca tuvo problemas con la justicia venezolana. Cuando su profesión como administrador no le permitió vivir de manera cómoda, comenzó a sostenerse económicamente gracias a las remesas que le enviaban sus familiares en Estados Unidos. Al mes podía recibir hasta 100 dólares.
La idea de viajar no surgió de un día para otro. La crisis venezolana y un intento fallido de entrar legalmente a Estados Unidos, cuando les negaron la visa en Colombia en 2020, lo llevó a arriesgarse. Temía por su mamá, de 76 años, pero ella, cansada de la situación económica, no lo pensó dos veces y también decidió cruzar el temido río Bravo… Así comienza todo.
José, emigrante venezolano
Horas antes del arresto, José hizo un periplo para llegar a la frontera estadounidense. Pisó Caracas, tomó un avión a Panamá, de allí otro a México y, finalmente, otro hasta Monterrey, donde comió y descansó por seis horas para iniciar el camino a Piedras Negras, en donde les prometieron que en media hora estarían en tierra estadounidense.
Se bajó de una camioneta Explorer junto a ocho personas más; vio el río y le tomó la mano a su mamá para cruzarlo. Justo allí comenzaron sus miedos. “Vi que en la otra orilla me esperaba un cerro empinado, de unos 3 metros. Ella intentó subirlo 10 veces, hasta que lo logramos”, relata.
Cuando atravesaron el cerro eran esperados por funcionarios de migración en un carro tipo van en el que los trasladaron hasta un refugio, no sin antes preguntarles de dónde venían. “Al llegar al refugio nos quitaron nuestras pertenencias y solo nos dejaron una bolsita con el pasaporte, dinero, la dirección y el número de teléfono de la persona que nos recibiría en el país. Creí que lo peor había pasado, pero no fue así”, afirma.
Tras un día en el refugio lo llevaron a la cárcel. Lo metieron en un cuarto de 5 metros de largo por 4 de ancho, similar a la sala de un apartamento pequeño. Lo describe así: una habitación con paredes de ladrillo color beige, sin luz ni ventilación natural, como ocurre en algunos centros de detención preventiva en Venezuela, donde el hacinamiento suele alcanzar un 325%, según estimaciones de la Organización no Gubernamental Una Ventana a la Libertad en su informe de abril de este 2021.
La prueba comienza. En el Centro de Detención para Migrantes fue procesado y le quitaron su pasaporte. Durmió durante tres días en una colchoneta, similar a la de hacer yoga. En el piso no había espacio para moverse. “Perdí la noción del tiempo porque en ese lugar tan horrible no sabes cuándo es de día o de noche y tampoco te dan respuestas a tus preguntas”, rememora.
En la celda en la que estuvo José había 50 personas, aire acondicionado y un baño sin puertas en el que para hacer sus necesidades sin ser vistos, los detenidos se cubrían con una manta térmica: el mismo cobertor que les entregaban los oficiales para que se protegieran del frío.
En ese tiempo solo comió burritos, una tortilla mexicana preparada con harina de trigo, rellena con frijol, aliños y pedacitos de carne. José los comía cada ocho horas con agua. Solo pudo bañarse y cepillarse dos veces. “Jamás había sentido claustrofobia, y eso fue lo que sentí cuando después de estar en el refugio por un día, me llevaron a un centro de detención de migración. Sudé y me dio mucho miedo al estar en un lugar tan pequeño, encerrado y con tanta gente”, describe José.
José, emigrante venezolano
“Estando allí tuve los pensamientos más horribles de mi vida por no saber de mi mamá. Es lo peor que me ha tocado vivir, pero lo volvería a hacer para no volver nunca más a la miseria de mi país”, asegura con voz firme al otro lado del teléfono.
José no está muy seguro de por qué lo soltaron tan rápido, porque han ocurrido casos de personas que pasan hasta tres meses detenidos o en un refugio. Pero piensa que fue porque tenía pasaporte, un lugar donde quedarse y un responsable de él en Estados Unidos. Su hermano le había dicho que si los policías lo detenían no duraría mucho tiempo en una celda, porque la ley federal refiere que el tiempo en custodia en cárcel es de 72 horas, tiempo en el que Inmigración debe notificar su pase a audiencia con un juez.
Lo cierto es que José fue liberado sin realizar trámites previos. Solo lo sacaron del cuarto y lo devolvieron en un autobús hasta el refugio con 30 personas más. Allí estuvo otros 8 días. “No necesité de abogados; solo me devolvieron al refugio después de reseñarme. Cuando llegué allí no encontré a mi mamá y me dio terror al no saber qué había pasado con ella”, narra.
José, emigrante venezolano
El refugio de Eagle Pass está ubicado a una cuadra del Centro de Detención para Migrantes. José asegura que es distinto, muy distinto. Lo recuerda como del tamaño de un estadio deportivo, con paredes altas, salones para comer, baño privado y cuartos con colchonetas.
Es un sitio con aire acondicionado y en donde les dan la opción de merendar. Las mujeres y hombres están divididos por secciones. La prioridad para la ducha la tienen adultos mayores y mujeres. Fue allí cuando José vio por última vez a su madre antes del reencuentro en Florida. “La vi cuando me llevaban a procesar y a ella, al baño”.
Cuando fue liberado, los agentes llamaron a su familia y en ese momento supo que su mamá estaba con sus seres queridos tras pasar cuatro días en el refugio y viajar sola hasta Miami.
José se volvió a reunir con los cinco integrantes de su familia en Florida el 21 de septiembre. En la audiencia que tendrá en noviembre le dirán cada cuánto tiempo debe presentarse ante migración. Ahora está tramitando el asilo político porque no quiere retornar a Venezuela. “Mi mamá dice que regresa si cae este Gobierno, pero eso lo vemos muy lejano. Ahora todos estamos juntos y felices”, afirma.
Actualmente, José se desempeña como ayudante de cocina mientras espera que unos abogados realicen los trámites legales que les permitirán vivir tranquilos en Estados Unidos, país al que para llegar les pagó 8.000 dólares a unos coyotes venezolanos.
Atrás quedaron los días de desafío y angustia. “No me arrepiento de nada. Es difícil, pero no imposible”, dijo para cerrar la narración de su aventura.
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