Durante 104 días, Jairo y su hija estuvieron confinados en tres refugios y un hospital de campaña en Apure, a la espera de que la administración de Nicolás Maduro los trasladara a Portuguesa, donde les esperaba su familia. “Fueron tres meses de hambre y vejaciones: como estar en prisión”, contó el joven de 28 años a El Pitazo

HISTORIAS DE LOS LLANOS

Jairo y su familia sobrevivieron más de tres meses en condiciones infrahumanas al regresar a su país por la frontera colombo venezolana, Arauca – Apure. Él y su hija pasaron 104 días confinados en tres refugios para retornados y un hospital de campaña, mientras que a su pareja, detectada con COVID-19, la dejaron salir mes y medio antes.

El joven asegura haber recibido en esos puestos de atención vejaciones y malos tratos. Desdibuja con su relato la imagen de felicidad que supuso que significaría volver a casa con nuevas esperanzas y aprendizajes. “Lejos de alegría lo que vivimos fue un infierno”.

Jairo decidió regresar a Portuguesa por temor, luego de vivir 33 meses en Colombia. Tenía miedo a que alguien de su familia muriera por coronavirus y no pudiera despedirlo, y lo atormentaban las restricciones laborales impuestas por la pandemia. Dado el avance del COVID-19, no le resultaba fácil vivir del día a día en un país ajeno.

Movido por el hambre y las humillaciones, Jairo se vio obligado a gastar lo poco que traía en dólares y pesos para sortear las dificultades que pasó junto a su hija y compañera en los refugios de Guasdualito, la segunda capital más importante de Apure después de San Fernando, cabecera del municipio fronterizo José Antonio Páez con el departamento colombiano de Arauca.


Muchos de nosotros no contábamos con papeles en regla y teníamos que conseguir trabajos informales. Los ahorros se fueron acabando, y en un país ajeno hay que pagar arriendo y servicios: no es fácil vivir sin producir. Además, me daba miedo que alguien aquí en casa enfermara y muriera de COVID-19

Jairo

En el calor de su hogar, en la zona sur de Acarigua, y bajo los cuidados de su familia, Jairo, a quien se le ha dado un nombre ficticio para evitar represalias, contó a El Pitazo, la pesadilla que los migrantes retornados viven en estos refugios instalados por la administración de Nicolás Maduro en los estados fronterizos, y que sirven de control migratorio. Son los Pasi (Puestos de Atención Social Integral), esos lugares donde deben cumplir la cuarentena obligatoria quienes regresan al país antes de llegar a sus ciudades de origen.

El joven, que cumplió 28 años encerrado en uno de estos lugares, se marchó a Colombia en julio del 2017 y se radicó en Zipaquirá, ciudad ubicada al noreste de Bogotá, Allí trabajó atendiendo restaurantes. Siendo un padre soltero, pese a la ayuda que en Acarigua tenía de su madre Débora para atender a la niña, a los pocos meses de instalarse en el vecino país, mandó a buscar a Michell, su hija.

«Yo trabajaba como cantante y mesero, pero los restaurantes y las cantinas cerraron. Duré dos meses y medio sin empleo. Muchos de nosotros no contábamos con papeles en regla y teníamos que conseguir trabajos informales. Los ahorros se fueron acabando, y en un país ajeno hay que pagar arriendo y servicios: no es fácil vivir sin producir. Además, me daba miedo que alguien aquí en casa enfermara y muriera de COVID-19», contó Jairo, enumerando los motivos que lo hicieron regresar.

El 16 de mayo de este 2020, tras pensarlo por varios días, decidió no estar más lejos de casa, y aprovechó la ayuda que ofrecía el gobierno de Zipaquirá prestando autobuses para los venezolanos que quisieran ser repatriados.

«Me fui al terminal con mi hija y mi pareja -una muchacha también venezolana, del estado Carabobo. Fuimos más de 90 personas los que salimos en tres buses», relató Jairo.

Primera y segunda estación

Estos viajeros atravesaron el puente internacional José Antonio Páez, que une a Arauca con el estado Apure, con unas 650 personas más. Pisaron suelo venezolano de noche, y fueron instalados por el Gobierno en un primer refugio, la Escuela Técnica Francisco Aramendi de El Amparo, población cercana a Guasdualito.

El 18 de mayo, dos días después de la llegada, fueron sometidos a pruebas rápidas para detectar COVID-19. Yessica, la pareja de Jairo, resultó positiva y fue catalogada como un caso sospechoso. Registrados los tres -Jairo, Michell y Yessica- como un núcleo familiar, las autoridades los movieron a un segundo refugio, al igual que otras familias, en la que algún miembro había dado positivo.

«Fuimos llevados a El Mereicito, otra escuela en Guasdualito. Allí iban los positivos con las familias o acompañantes. Nosotros teníamos la idea que máximo, duraríamos unas dos semanas en confinamiento; jamás pensamos que sería como fue», detalló Jairo.

A los 8 días de estar en el segundo Pasi, el 26 de mayo, practicaron las PCR (pruebas de Reacción en Cadena de Polimerasa) sólo a los que habían resultado positivos en las PDR. A los familiares de estos no. Desde allí, las autoridades empezaron a separar a las familias.

«A Yessica y con otras personas que eran sospechosas de tener el virus, se la llevan a un refugio solo para positivos, el hotel Anaru. Separaron a todas las familias. Unos hijos quedaron con los padres y otros con las madres. Michell y yo sí quedamos juntos», explicó Jairo.

15 días después de esta separación, el 12 de junio, estando Jairo y su hija aún en la escuela de El Mereicito, fueron sometidos a una nueva prueba, cuyos resultados fueron entregados 22 días después. La preocupación del joven se volvió una realidad. Su niña había dado positivo. Con esta noticia, Jairo se imaginó lo peor, que serían separados, y aunque no ocurrió así, lo peor si estaba por venir.


nosotros teníamos meses allí encerrados por protestar. Muchas veces nos dijeron que estábamos sufriendo por traidores a la patria, por habernos ido de Venezuela. Y mantenernos ahí era nuestro castigo

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“Ni la cuarta parte de un hospital”

El miércoles 8 de julio, en horas de la noche, un bus llegó a la escuela y les anunciaron que todos los hospedados irían a un nuevo refugio. A La Periquera, en el mismo Guasdualito. Lo que fue un club de Pdvsa, desde mediados de este mayo, las autoridades lo convirtieron en un hospital de campaña para albergar a quienes debían cumplir cuarentena en los límites con Colombia.

«A las 12 de la noche, cuando nos recibieron en La Periquera, nos dijeron que iban a dar un tratamiento por 7 días. Nosotros ingresamos ahí con 198 personas, yo iba de acompañante de mi hija porque es menor de edad, no la iba a dejar sola, y ella estaba positiva de COVID-19», relató el muchacho, quien asegura que también tenía la esperanza de que en este lugar estaría por unos 10 ó 15 días.

Tanto la niña, como su padre, a pesar de no estar contagiado, empezaron a recibir dos dosis diarias de Cloroquina, un medicamento utilizado para combatir el paludismo. Junto a eso, también entregaban un protector gástrico.


Para mí era una tortura que mi hija despertara a las 11 de la noche diciéndome que tenía hambre. Yo podía aguantar, pero ella no. A nosotros nos ubicaron en litera, pero como estábamos con tanta gente desconocida, los dos dormíamos en un solo colchón

Jairo

«Nos daban cuatro pastillas, dos en la mañana y dos en la tarde. Ese tratamiento lo empezamos el 9 de julio. Yo lo suspendí. Ni mi hija ni yo lo continuamos tomando después del segundo día, porque esas pastillas nos daban dolor de cabeza, vómitos, alucinaciones y taquicardia. Los primeros días iban los médicos, después no volvieron más», recuerdó Jairo.

Para el joven, La Periquera no es ni la cuarta parte de un hospital. En el lugar vivían hacinados, sin agua potable y recibiendo una alimentación muy mala y escasa.

«El agua que salía por las tuberías era amarilla, parecía barro. La comida era muy mala y poca. A los bebés no les llevaban sus teteros. Todos pasábamos hambre, pero los niños más», contó con indignación.

De desayuno, a eso de las 9:30 de la mañana, los refugiados recibían un bollo con migas de carne molida o queso, y si no, una arepa fría, tiesa y con poco relleno, según la descripción de Jairo. Para el almuerzo, que era servido a las 2 de la tarde, fue fijo una sopa de frijoles o lentejas con arroz. Y durante la cena, se repetía el menú del desayuno.


Yo me fui a Colombia para ayudarlos a ellos y resulta que estando en esos refugios, ellos debieron mandarme a mí para poder darle de comer a mi hija. Pasamos mucha hambre y humillaciones

Jairo

«Para mí era una tortura que mi hija despertara a las 11 de la noche diciéndome que tenía hambre. Yo podía aguantar, pero ella no. A nosotros nos ubicaron en litera, pero como estábamos con tanta gente desconocida, los dos dormíamos en un solo colchón», comentó Jairo.

El hambre y la necesidad hicieron que el padre se gastara lo poco que tenía ahorrado y que guardaba para la llegada a Acarigua. Cerca de 120 dólares, 300 pesos y bolívares que recibía por transferencias de su familia se consumieron comprando queso, mortadela, pan y arroz, alimentos que mandaban a comprar con los milicianos o policías que custodiaban en el lugar.

«Yo me gasté lo que tenía, quité prestado y todavía debo. Mi mamá y mis hermanos me mandaban dinero. Yo me fui a Colombia para ayudarlos a ellos y resulta que estando en esos refugios, ellos debieron mandarme a mí para poder darle de comer a mi hija. Pasamos mucha hambre y humillaciones», dijo Jairo

Un día de finales de julio, según el relato de Jairo, quien hasta llegó a perder la noción del tiempo por el encierro, se hizo las 3 de la tarde, y no recibieron desayuno ni almuerzo. «Reclamamos a los milicianos y a los policías y como no nos dieron respuestas, nos lanzamos a la calle. Trancamos el sector. Me dio tiempo de llegar a una de las tiendas donde los milicianos nos compraban los artículos. Nosotros le dábamos las tarjetas de débito, y ellos regresaban con el producto y el ticket de compra. Como veníamos del extranjero, no sabíamos el valor de nada, si era barato o caro, pero ese día nos dimos cuenta que nos robaban. Un arroz costaba 158.000 bolívares, y ellos gastaban 300.000. Ahí nadie tenía compasión de nosotros».

“Por traidores”

Tras la protesta, la respuesta de las autoridades llegó ese día cerca de las 5 de la tarde, cuando se presentaron con la comida. Pero esta no fue la única reacción de las autoridades.

«Cuando empezaron a llegar más personas, otro lote de migrantes, el capitán y el mayor que comandaban La Periquera les decían que nosotros teníamos meses allí encerrados por protestar. Muchas veces nos dijeron que estábamos sufriendo por traidores a la patria, por habernos ido de Venezuela. Y mantenernos ahí era nuestro castigo», cuenta Jairo.

La cantidad de abusos que sufrieron, de acuerdo con lo explicado por Jairo, llevó a que muchos de sus compañeros sufrieran depresión. «Hubo un muchacho que intentó suicidarse, hasta una carta hizo, pero gracias a Dios no pasó a mayores; todos nos dábamos fuerza. Al principio fue más duro, porque nos daba miedo hablarnos o juntarnos. Ahí nadie sabía quién de verdad tenía COVID-19 y quién no, porque nadie se vio con síntomas. Los niños si tenían su tosecita y gripe, pero hasta ahí. Después, cuando fueron pasando los días, nos empezamos a unir para poder reclamar. Yo nunca he estado en una cárcel, pero por lo que decían los demás, eso era peor que la prisión. Estábamos siendo abusados y sin justificación».

Más de seis pruebas

Durante su estadía en los dos primeros refugios, y en La Periquera, Jairo fue sometido a seis pruebas de detección de COVID-19, mientras que a Michell, su hija, le hicieron unas ocho. Los resultados de las de la mitad de los análisis nunca llegaron, y esto limitaba su oportunidad de salir y de ser traslados a casa.

«Varias veces yo salí en el listado, pero Michell no y así pretendían que la dejara sola allá. Eso nunca pasó por mi mente. A mí me tocó esperar a que ella apareciera, porque su nombre no estaba por ningún lado, ni en la lista de los supuestos contagiados ni en la de los sanos. Mi hija era inexistente, pero sufriendo todas las penurias que se vivían allí».

Fue el lunes 24 de agosto, que Jairo y su hija recibieron la orden de salida del hospital La Periquera. Ambos aparecían como recuperados del COVID-19 que nunca confirmaron, pero ya tenían el alta médica. El último test rápido se lo hicieron dos días antes, el sábado 22.


Yo nunca he estado en una cárcel, pero por lo que decían los demás, eso era peor que la prisión. Estábamos siendo abusados y sin justificación

Jairo

A un tercer Pasi

Salieron de «La Periquera» a un Pasi terminal llamado «Julio de Armas». En este lugar la estadía fue de cuatro días. Otro sitio bajo las mismas condiciones. «Todo era un asco. Lo único era que el agua de allí no salía tan amarilla, pero todo lo demás, fue igual. La comida llegaba tarde, y era el mismo menú».

Jairo sabía que estaba más cerca de llegar a casa, pero no se confiaba. «En ese lugar podías durar entre 3 y 12 días, dependiendo de la cantidad de personas que estuviesen en cola por salir y de la disponibilidad de unidades que habían para cada estado. Éramos 110 personas los que llegamos a ese Pasi terminal».

El jueves 27 fueron traslados en grupo hasta un sector conocido como El Aeropuerto, el lugar donde finalmente toca abordar las unidades que trasladan a los migrantes retornados hasta sus estados de origen. «Duramos 4 horas esperando la salida del carro. Salimos 33 para Portuguesa, a las 6 de la tarde del jueves».

En la madrugada del viernes, después de ocho horas de carretera, los viajeros llegaron a Guanare, y desembarcaron en el Coliseo «Carl Herrera Allen» de esa capital, donde, desde mediados de marzo, han ido llegando los portugueseños repatriados a través del plan Vuelta a la Patria, implementado por Nicolás Maduro.

«Nos chequearon nuevamente en sistema», dice Jairo. Un promedio de 20 personas que venían en el mismo transporte, según su relato, quedaron aguardando por 20 días más en algún refugio de su municipio, en Portuguesa. No aparecían registrados en el listado que las autoridades de la región mantienen, aunque tenían salvoconducto de traslado.

La orden de salida de Michell, la hija de Jairo, estaba lista desde el 29 de julio, mientras que la de él, tenía fecha del 3 de agosto. El papel fue entregado por el chofer de la unidad que lo trasladó hasta Acarigua.

A las 7 de la mañana del viernes 28 de agosto, después de más de 100 días de travesía, Jairo por fin pudo abrazar a su madre, Débora, quien en Acarigua también buscó por todos los medios, entre ellos solicitar ayuda a militares conocidos y con rango, y hasta al Alcalde de Páez, Efrén Pérez, para que el Estado le regresara a su hijo y a su nieta.