A tres meses de la tragedia que dejó 9 muertos y 45 heridos, los habitantes de esta comunidad agrícola de Monagas aseguran que el estallido ocurrió por el mal estado de los cilindros y no por una colilla de un cigarro. Los afectados claman por medicinas y por comida, dos de las múltiples promesas que hicieron representantes de los gobiernos municipal y regional. Los hombres abandonaron la agricultura porque los médicos les prohibieron estar bajo el sol

Ailyn fue desahuciada a los 4 años de edad. Su vida cambió exactamente hace tres meses después de la explosión de 168 bombonas de gas en Caño de los Becerros. El pasado 12 de febrero cumplió 5 años, seis días después de la muerte de su madre, que también fue víctima de aquella tragedia. Pese a las adversidades, la niña sobrevivió y hoy su vida se reduce a las cuatro paredes de una habitación que a las 2:45 pm del 20 de marzo -día que El Pitazo hizo un recorrido por la comunidad agrícola de Monagas-, no estaban del todo frescas a pesar de que el aire acondicionado estaba encendido desde el día anterior. Llora porque sus heridas le duelen. 29 personas de su comunidad entienden su dolor.

Ailyn sufrió quemaduras en 70% de su cuerpo durante la explosión. Por eso los médicos no le daban mayores esperanzas de vida cuando, en principio, ingresó al Hospital Manuel Núñez Tovar de Maturín; fue en el Hospital Ruiz y Páez de Ciudad Bolívar donde se recuperó. Su madre, Rutsely Leonett, no superó las lesiones y falleció el 6 de febrero en una clínica en la capital de Monagas, a 289 kilómetros de ella.

El funesto suceso que afectó a madre e hija ocurrió el 28 de diciembre de 2020 en Caño de los Becerros, una comunidad agrícola de 226 familias ubicada en el municipio Piar del estado Monagas, al oriente de Venezuela. Las 168 bombonas de gas doméstico que explotaron hirieron a 45 personas en el acto, 6 de ellas con lesiones menores. Posteriormente, 9 murieron y 30 quedaron con heridas que aún sanan.

15 habitantes, 11 de ellos heridos, coinciden en dos puntos: la tragedia cambió el silencio en un sonido permanente en esa localidad; y la culpa de la explosión no la tuvo un fumador, como afirmó la presidenta de la empresa Gasmaca, Luisana Betancor, el pasado 14 de enero, sino el mal estado de los cilindros. “Los bomberos no hicieron ninguna inspección. No pueden decir que la causa fue una colilla de cigarro porque nadie fumaba ese día. Nadie quería causar un accidente de tal magnitud allí”, asegura Marcial Zapata, sobreviviente de la explosión. 

A tres meses del incidente, los heridos agradecen a Dios por haberles permitido vivir. Pero también reclaman las promesas gubernamentales: medicinas, alimentos, agua, alumbrado público, la construcción de 28 viviendas, 9 aires acondicionados, ventiladores, reparación del ambulatorio y ayudas económicas mensuales de Bs. 50.000.000 por parte de la Gobernación de Monagas, y Bs. 30.000.000 por parte de la alcaldía de Piar. “¿Dónde están los recursos que supuestamente aprobó el presidente Nicolás Maduro para nosotros?”, se pregunta Graciela Gil, hija de una de las heridas.

“Recibimos una parte de esa ayuda, pero falta más. Mi hija necesita cremas, medicinas, comida, pañales, vitaminas, alimento”, clama Manuel Argenis Díaz, padre de Ailyn y viudo de Rutsely. Manuel tiene heridas en el alma… y en sus piernas, porque le donó piel a su hija. Por eso no se esfuerza y si lo hace, sus extremidades se hinchan. “Si me arriesgo, no podré cuidar a mi hija y es lo único que me quedó”, expresa. 

Manuel usó sus ahorros para salvarlas. Vendió lo que pudo. “Comencé desde cero. El dolor que yo siento no se compara con nada, es inexplicable. No pude llorar a mi esposa como quería, porque si lo hacía, podía descompensar a la niña”, narra Manuel, quien se mudó a Ciudad Bolívar mientras su hija se recuperaba. Ahora, vive de la ayuda de su familia y de sus hermanos evangélicos. 


El dolor que yo siento no se compara con nada, es inexplicable. No pude llorar a mi esposa como quería


Manuel Díaz, padre de una sobreviviente

El día de la explosión

Los habitantes de Caño de los Becerros tenían ocho meses sin gas doméstico. De ese 28 de diciembre de 2020, los habitantes también recuerdan que el sol estaba intenso y que olía a gas desde antes de que repartieran las bombonas. José Enrique Candurín, uno de los heridos, menciona que uno de los trabajadores de Gasmaca -la empresa gubernamental responsable de la distribución en Monagas- lanzaba los cilindros al camión sin tener cuidado. “Antes de irse, el señor liberó la presión de dos bombonas grandes (45 kilogramos) y eso quedó en el ambiente”, agrega Marcial Zapata, otro afectado.

Pero también olía a gas por una fuga en algunos cilindros de 18 kilogramos que bajaron en la casa que sirvió de centro de acopio. De uno, se escuchó un fuerte sonido. Franklin Gil, que también resultó heridos, vio cuando una sustancia blanca salió hacia arriba desde una bombona. Y Marcial vio cuando el cilindro que tenía cerca se tambaleaba en el piso. Segundos después, ocurrió un estallido. 

Aunque estaba cerca de las bombonas que estallaron, Franklin logró huir con heridas en la parte baja de sus piernas. Corrió tan fuerte que llegó como a 100 metros de distancia y desde allí, observó que las llamas parecían arropar a todo el sector. “Pensábamos que el pueblo se iba a quemar”, expresa José Enrique.

En esas mismas llamas que Franklin y José Enrique vieron desde lejos, quedó atrapado José Clemente Cabello. De un empujón, su hijo de 10 años de edad intentó sacarlo del fuego. El hombre estaba parado dentro de las llamas sin reaccionar. Cuando logró hacerlo, salió y en fracciones de segundo explotaron los cilindros de 45 kilogramos. 

Mientras escapaba, a su alrededor la gente gritaba desesperada. Unos corrían sin saber hacia dónde iban y otros, buscaban agua. Hubo vecinos a los que las llamas les consumieron la ropa, como a Leidys Hernández. Leidys caminó entre las llamas; así perdió su vestimenta al igual que la piel de su cara, sus piernas, brazos y manos. Tras un mes hospitalizada, pasa sus días en resguardada: su cama está encerrada entre sábanas para que el aire acondicionado que tiene al frente no se escape.

Desde ese día, nadie cocina con gas doméstico. Primero porque no han vuelto a distribuirles desde el pasado 31 de diciembre de 2020, y segundo porque hay temor. Ahora sus casas huelen a fogón y cada habitante se asusta cuando escucha algún sonido que les recuerda la explosión. 


Pensábamos que el pueblo se iba a quemar. Corrimos lo más fuerte que pudimos


José Enrique Candurín, sobreviviente

Sin condiciones, sin dinero

Los habitantes de Caño de los Becerros aseguran que los sobrevivientes no han terminado de sanar porque las condiciones en las que habitan no son las más adecuadas. Se bañan con agua del río porque no cuentan con el servicio desde hace tres años; el único camión cisterna que llega a la comunidad lo envía el familiar de un vecino que vive a 30 minutos del pueblo. 

Les faltan medicinas, no comen proteínas y las fallas eléctricas son constantes. Los pisos de algunas casas son de tierra, como en la que vive Alejandrina Rivas. La niña de 11 años de edad tiene lesiones en las piernas y los brazos, donde los injertos se le han ennegrecido. 

José Clemente Cabello aguanta calor y hambre. El aire del ventilador lo mantiene fresco por momentos. Come porque los vecinos le llevan alimentos. “En Ciudad Bolívar comíamos porque la gobernación se encargó de nosotros, aquí comemos porque la gente nos ayuda”, dice Judith Díaz, su esposa. José Clemente está convencido de que su situación sería distinta si el alcalde cumpliera su palabra. “El alcalde (Miguel Fuentes, oficialista) dijo que nos daría comida y no lo ha hecho. Una vez aseguró que me habían depositado el equivalente a ochenta dólares y no fue así”, denuncia.


Comemos de lo que Dios nos repare

María Gómez, madre de una sobreviviente

Su desesperación fue tanta que una vez intentó escapar del Hospital Ruiz y Páez, donde creyó que iba a morir. Las medicinas no calmaban su dolor ni siquiera las intravenosas. Las dos noches que durmió sin despertar fueron porque el médico lo sedó. Alucinó por falta de descanso: vio animales y hablaba con gente que no estaba en su habitación.

Desde el 14 de marzo duerme en intervalos de tres horas. Pero no lo hace en su casa, sino en la de su comadre. José Clemente trabajaba como vigilante en una finca en Caño de los Becerros y tras ocho años de servicio, perdió el empleo. Su jefe no pudo esperar por su recuperación. No tiene dinero. Al vivir arrimado, se desprendió de sus cuatro hijos de 12, 10, 7 y 3 años de edad. Ahora ellos viven en Cumaná, estado Sucre, con su abuela y tiene tres meses sin verlos.

Las familias carecen de dinero porque los hombres dejaron de ir al campo a recoger las cosechas. “Comemos de lo que Dios nos repare”, expresa María Gómez, madre de Alejandrina. José Candurín, un herido de 55 años de edad, coincide con María y agrega: “Tengo tiempo que no veo una alita de pollo”. La razón por la que en su mesa no hay proteínas es porque perdió dos mil kilos de maíz y los cuatro kilos de semillas de frijol que sembró. “¿Quién me paga lo que perdí? La empresa dijo que se haría responsable y no lo han hecho”, afirma.

Eso es lo que espera Manuel, el papá de Ailyn. Quiere que el Estado se haga responsable y los indemnice. “En esto tiene que ver el gobierno porque pudo ayudarnos más y no lo hizo… A ese gobierno yo le diría que tuviera más humanidad. Que no nos abandone”, pide antes de que su niña repita convencida que es una superheroína por aguantar el dolor que siente en su piel.