– Parte II –
.
–¡Huesos de hule, huesos de hule!
Ángel contenía las lágrimas mientras escuchaba las palabras de sus compañeros de la escuela. Estaba en tercer grado cuando conoció el acoso escolar. Los demás estudiantes se burlaban de él por ser hemofílico. Los comentarios negativos surgían cuando los niños veían a Ángel con vendajes en brazos y piernas.
–¡Huesos de plástico, huesos de plástico!
Solían molestarlo cuando era la hora de educación física. Las limitaciones le impedían a Ángel hacer ejercicios de mayor esfuerzo. A sus ocho años, no sabía enfrentar los ataques verbales de sus compañeros. Jamás levantó el brazo ni cerró el puño para agredir a ninguno y, en cambio, se apartaba o se hacía el sordo. Ni siquiera golpeó a quien consideraba su mejor amigo, Heiker, cuando se burló de él.
Ángel no le contaba a Korenia lo que ocurría en la escuela. No quiso preocuparla, aunque siempre le dijo que no le gustaba el colegio.
–Mamá, quiero que me saques del colegio, no quiero ir más –le decía a su mamá.
Korenia comprendió el efecto que tenían las burlas cuando Ángel le dijo que se reprochaba ser hemofílico.
–Mamá ¿Por qué tengo que ser hemofílico? –le preguntaba.
De nuevo regresaba la culpa.
–Quiero morirme –le dijo un día Ángel.
Entonces lo retiró de la escuela.
–Jamás pensé que mi hijo me diría una cosa así –llora Korenia al recordar una vez más esas palabras.
En los días siguientes, llevó al niño con una psicóloga. En la terapia, Ángel consiguió un espacio que le permitió drenar la rabia que se había guardado y que lo hizo pensar en la posibilidad de suicidarse. En una de las sesiones, la psicóloga le preguntó sobre esa dura etapa que vivió en el colegio, pero sus respuestas eran imprecisas. Aún Ángel tenía resistencias para hablar sobre el asunto. Le pidieron hacer dos dibujos en unas hojas blancas. En el primero dibujó un muñeco que tenía un cuchillo enterrado en el pecho, que sangraba demasiado: era Heiker, su mejor amigo.
–Me dolió mucho que se metiera conmigo, cuando él antes me defendía. A Heiker lo conocí desde el preescolar, lo consideraba mi amigo, mi hermano, era con el que más me la pasaba, con el que más jugaba. Sentía mucha rabia, no lo quería ver más y solo quería verlo mal –confiesa Ángel.
En la terapia, Ángel consiguió un espacio que le permitió drenar la rabia que se había guardado y que lo hizo pensar en la posibilidad de suicidarse
El segundo dibujo tuvo más detalles. Se dibujó él mismo y a su alrededor siete tumbas con lápidas que tenían la inscripción R.I.P –descanse en paz, en sus siglas en inglés y en latín– y, al fondo, un lobo aullando ante la luz de una gigante luna llena. No recuerda por qué dibujó al animal, pero sí dice que quienes estaban enterrados en esas tumbas eran sus compañeros que le decían que tenía los huesos de plástico.
Cuando Ángel llegó al nuevo colegio optó por no decirle a nadie que era hemofílico para evitar burlas. Los días que llegaba vendado decía que se había caído y al faltar varios días, inventaba que tenía gripe o fiebre. Si bien ocultar su condición era su escudo ante el posible acoso, Korenia se había encargado de advertirle a la directora del plantel y a la profesora sobre la enfermedad de su hijo y sus riesgos.
Era difícil para Ángel hacer entender a sus amigos sobre la hemofilia. Un día, estando en Valencia, donde estudió el primer año de bachillerato, le tocó hablar sobre su enfermedad en su salón de clases, como si estuviera haciendo una exposición. La docente decidió apelar a un ejercicio de empatía. Ángel no profundizó sobre conceptos elaborados, ni pretendió fastidiar a sus compañeros con términos médicos. Habló lo que sabía de su enfermedad y, sobre todo, lo que sentía cuando tenía una hemorragia. Luego de esa experiencia, sus compañeros se convirtieron en sus protectores. Lo vigilaban, le advertían que debía tener cuidado, que no podía jugar fútbol. Fue así como olvidó un poco esa dura etapa del bullying que había sufrido. Ese acoso que no vivió ni siquiera Yeferson, su hermano, con quien jamás se metieron.
Ángel aprendió, junto con Yeferson, a cuidarse estando en los campamentos con otros niños hemofílicos, que fueron organizados, en su momento, por la Asociación Venezolana para la Hemofilia, organización no gubernamental que lo apoyó también en sus entrenamientos en natación, una de las pocas disciplinas que pueden practicar los pacientes con esta enfermedad y que le dio varias medallas a Ángel. Allí aprendió a inyectarse él mismo sus factores de coagulación, cuya terapia perfeccionaron con la expareja de Korenia, Alí Pimentel, quien es enfermero y el padre de Karemi, la última hija de la familia.
Mientras Ángel y Yeferson se adaptaban a la rutina de aplicarse el medicamento, Korenia buscaba el espacio para que Ángel comprendiera que por ser hemofílico su vida no sería una desgracia. La madre, quien ahora labora como docente en un centro materno del Ministerio de Educación, solía llevar a Ángel a su antiguo trabajo en una casa hogar del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos del Niño, Niña y Adolescente (Idena), donde era personal de mantenimiento. Lo hacía así porque no tenía con quien dejarlo. Allí le decía que observara por un momento a los niños que se atendían en esa institución. Que viera las condiciones en las que se encontraban.
LEE TAMBIÉN:
ÁNGEL NO QUIERE DESANGRARSE
–Hijo ¿ves aquel niño?— le preguntó a Ángel.
–Sí, mamá.
–Ese niño no puede caminar porque tuvo un accidente y le tuvieron que amputar sus piernas. Tampoco tiene una mamá que lo atienda y, por eso, está acá con nosotros. ¿Tú estás en esa condición?
–No, mamá.
–Entonces, hay que darle gracias a Dios porque, a pesar de su hemofilia, usted puede caminar y hacer cosas, y además tienes una madre que a pesar de que es muy regañona, te ama y te adora. A ti y a tus hermanos.