Me acosté deseando como nunca que amaneciera pronto. Apenas abrí los ojos salté de la cama. Solo tomaría café, pues mi hermana había llamado la tarde anterior y me dijo: “¡Mañana no cocinas, yo llevaré el desayuno!”. Eso fue música para mis oídos y me pregunté: “Empanaditas de Tila no son porque la crisis acabó con el kiosko de esa señora y, en esta cuarentena, ¿qué podrá traerme?”.
Ese algo me inquietaba porque mi hermana aclaró: “Me guardas café dulcito”. ¡Ya sé! Pescado frito con tajada o aguacate, porque siempre los acompañamos con café dulcito. Pero ya va, tampoco, porque a ella no le gusta freír pescado en su casa por el olor. Le daba vueltas al “desayuno” en mi cabeza cuando el olor a café impregnó mis sentidos. Al mismo tiempo escuché al guardián de mi casa elevarse en dos patas: había llegado alguien.
Solté la taza de café y corrí al escuchar gritos de espanto y terror. Traté de abrir la puerta pero me temblaba el pulso imaginando un ataque atroz de mi perro a mi hermana y sus dos hijos pequeños. ¡Dios mío, qué angustia! Los gritos se hacían más intensos: “¡No, no, no! ¡Suéltalo!”. Era inminente encontrar un desastre en mi jardín.
Logro abrir la puerta con el corazón y el llanto a punto y lo que encuentro hace desaparecer mi emoción por el desayuno: mi querido perro, mi Molino, mi rescatado, no estaba atacando a nadie sino a algo: la bolsa repleta de pepitonas, un manjar de dioses que nunca llegó a ser guisado para la tan anhelada comida.
Nunca olvidaré la cara de mi hermana al perder todas las pepitonas. Llorando de la risa nos sentamos a tomarnos el café dulcito que jamás acompañó a aquel desayuno.
INDIRA LÁREZ
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