Cuentos de cuarentena –11–

El paraíso, eso parecía aquel país. En unos pocos años trabajando duro y con un mínimo de conciencia que escaseaba en la mayoría de los locale, podías tener lo que quisieras y más. La inseguridad siempre fue un problema, pero para quien huye de guerrillas, carros bomba y la violencia desmedida de carteles, cuidarte las espaldas es un hábito y los atracos no asustan.

En 40 años había logrado su meta económica: una empresa textil tan grande como para viajar a la casa materna cuando quisiera y alinearse a la absurda obsesión caribeña por el buen escocés, pero tan pequeña como para tener tiempo de hacerlo. Sin embargo, las cosas habían cambiado y este paraíso que lo recibió se convirtió en el nuevo gueto de Varsovia con él adentro, un Pablo Escobar dando órdenes y una costosísima moneda extrajera circulando.

Desde hace años su esposa tenía cáncer y, a pesar de la necrosis social incontenible, visitaban regularmente el oncólogo a 300 kilómetros de casa. Se había agarrado con uñas y dientes a la vida; «es una arrecha», solía decir, más por la necesidad de alimentar la esperanza que el orgullo. Pero como todo lo que no tiene mucho sentido en el territorio de lo absurdo, la gasolina escaseó y ya no pudo viajar a tratarse su mal.

La tarde más negra de su vida, después de decirle adiós a su mujer, se sentó en la mesa sin ella y por primera vez tuvo la respuesta exacta a la pregunta que se repitió durante 20 años: “¿Y qué es lo peor que puede pasar?».

ADRIANA PÉREZ MANZANO
–Venezuela–