Pronto cumpliremos tres años en México, que ya siento mi país. He construido amigos y hogares, rutinas y nuevos paisajes. En particular, en las playas de Tecolutla, Oaxaca y Zihuatanejo, me siento en casa y en esos momentos de alegría, con el olor del mar que trae el viento, puedo olvidar que hubo una escisión, un país que dejé, unas playas que no veré más. Al tiempo, he construido nuevos afectos, y en particular siento por Ciudad de México la contradicción que vive todo migrante: la de pertenecer y a la vez sentir que puedes vivir otra dolorosa pérdida al marchar, por lo que será siempre parte de la añoranza.
Y así, cuando me pensé estable, con los pies en la tierra y tranquila, vino un nuevo e imprevisible movimiento telúrico: la pandemia por el coronavirus, la cuarentena y sus consecuencias sociales y económicas. Un estado de cosas que nos obligó a definir nuevas metas, prioridades y a tomar decisiones en un terreno que creía superado: el de la sobrevivencia.
Mudarnos en momentos en que la curva de muertes alcanzaba su máximo fue la loca decisión que tuvimos que tomar, con un listado de requisitos casi imposibles de cumplir: vivienda para seis personas, con mascotas, sin subir más de un piso por mis padres mayores o con ascensor, en un lugar que no sea peligroso y que, preferiblemente, sea iluminado y cálido en invierno. Y el requisito más importante, el motivo de la mudanza: que fuera económico y redujera considerablemente los gastos fijos.
Fue así como recorrimos lugares que nunca pensamos visitar en Ciudad de México y que me vi luego investigando en Google para saber sobre seguridad, distancias, cotidianidades. Tratando de, con conocimiento, ganarle una partida al miedo, a lo desconocido.
Ha sido como migrar de nuevo. Ahora lo veo. Sobre todo porque no fue una decisión tomada por el placer de cambiar, sino obligada por factores externos, como nos pasó con la salida de Venezuela. Más allá de tomar las previsiones para cuidarnos del virus, reviví el trauma de dejar, por obligación, aquello que sentí había construido y era parte de mí: el conocer a mis vecinos, las calles por las que paseaba a mis perros, el balcón en el que tomaba el café, los lugares para comer rico a tres cuadras de mi casa, el cine al que podía ir caminando y una planta de calabaza que sembré y que se trepó frondosa en los barrotes de mi balcón.
Ya tenemos 15 días en la nueva casa, un departamento que desde la altura del piso 14 me permite ver toda la ciudad. Ahora tengo una nueva perspectiva que espero disfrutar y aprovechar porque no solo puedo ver la totalidad del paisaje, y tener una vista macro, global, sino que aprendí que la sensación de seguridad es una quimera.
La incertidumbre es nuestra compañera eterna, aunque haya momentos en los que creas que todo está bajo control. Hay que ser flexible, en lo posible, sacarle el jugo a la vida, disfrutarlo todo, vivir lo que llaman «el aquí y el ahora» y saber que participas en una aventura en la que no sabemos qué más puede pasar, incluso a la vuelta de la esquina.
La planta del balcón me la traje y, contra todo pronóstico, ella supo adaptarse y sobrevivir. Ahora crece una hermosa calabaza en sus ramas.
ALIANA GONZÁLEZ
– Venezolana en México –
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