La neumóloga pediátrica María Exania Lagos Rugama empezó a sentir un difícil ambiente laboral tres meses antes de su despido. Había decidido desde marzo de 2020 usar mascarillas, cuando se reportó el primer caso de coronavirus en Nicaragua, y sus colegas le advirtieron que las autoridades orientaron que no usaran las mismas para evitar crear alarma entre los pacientes de los hospitales públicos.
Lagos Rugama no solo se cuidó a sí misma, sino que donó tapabocas y alcohol a sus colegas en el hospital San Juan de Dios en Estelí, al norte de Nicaragua, donde era la única de su especialidad. Lo hizo primero en público, y luego decidió regalar los insumos a escondidas cuando otros especialistas llegaban de visita a su casa.
Vivió momentos tensos como un encuentro, con un conserje sandinista que intentó arrebatarle la mascarilla, o cuando sus compañeros le dijeron que podía ser objeto de despido. Finalmente la echaron el nueve de junio del 2020.
En mayo, la doctora fue una de las 700 firmantes de una carta elaborada por médicos y profesionales de la salud del sector público y privado, en la que invitaron al ejecutivo a reconocer la propagación comunitaria de la covid-19 y adoptar medidas de prevención, lo que hasta entonces no había ocurrido.
Humans Rigth Watch, en Estados Unidos, denunció el despido de al menos diez profesionales que expusieron el mal manejo estatal de la pandemia. A finales de 2018, la OEA contabilizaba 300 despidos a profesionales de la salud por atender a opositores que fueron heridos en las manifestaciones iniciadas en abril de ese año.
Según estadísticas oficiales de 2020, en el país centroamericano hay 150 mil servidores públicos. Aunque en este sector Ortega tiene respaldo entre quienes se identifican como abiertamente sandinistas, es un hecho también que otro grupo no está de acuerdo con el gobierno, pero no se atreve a criticarlo, porque prefiere evitarse problemas y mantener su trabajo.
Este reportaje de CONNECTAS, parte de la serie periodística #NicaraguaNoCalla, cuenta varias historias de trabajadores del Estado que revelan como viven en un ambiente adverso, intensificado con la aprobación reciente de una norma que propone cárcel a la propagación de noticias falsas. Para Braulio Abarca, abogado del Colectivo de Derechos Humanos “Nicaragua Nunca Más”, exiliado en Costa Rica, se busca crear miedo.
“Julio” fue un fiel soldado del FSLN hasta que poco antes que lo despidieran de la Dirección General de Aduanas (DGA) en agosto de 2018. Coleccionaba camisas del partido de gobierno, participaba en actividades partidarias en los barrios, pero durante la represión de 2018 se sobresaltaba cada vez que las víctimas denunciaban al Estado, incluidos los familiares de niños asesinados.
Fue, cuando el tranquilo Julio, denunció los casos en las redes sociales y pronto debió enfrentar la ira de sus antiguos compañeros, organizados en los Comités de Liderazgos Sandinistas, que, en una reunión, le enrostraron sus publicaciones en Facebook antes de justificar el despido. Lo acusaron de “traidor” y luego siguieron las amenazas hasta que lo mejor fue irse de Nicaragua.
Eugenio Membreño, de la Comisión Permanente de Derechos Humanos (CPDH), asegura que Nicaragua colecciona una normativa legal de defensa de los derechos muy buena, pero en la realidad predomina la indefensión.
El comunicador Salomón Manzanares, ex catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), asistió a las protestas de los estudiantes en 2018 para reportarlas para algunos medios de comunicación. Terminó encarcelado como un epílogo de una vida laboral tormentosa.
En 2017 fue despedido de la casa de estudios, lo que estuvo antecedido de presiones, ejecutadas por las estructuras partidarias dentro de la alma mater.
“Siempre se supo que el CUUN (Centro Universitario de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua) era el brazo político del Frente Sandinista en la UNAN- León, pero lo que se ha venido viendo desde esta nueva llegada al poder es que dudan de cualquier persona pensante, hay una fiscalización constante que se ha ido intensificando”, agrega Manzanares.
Manzanares denuncia que hay acciones de monitoreo en las aulas universitarias, pues los dirigentes estudiantiles colocan en cada sección a uno o varios estudiantes, que ya sea por el beneficio de la beca o porque es afín al partido de gobierno o porque tienen aspiraciones políticas se encargan de fotografiar, grabar a los maestros y denunciarlos si no están alineados al Gobierno. Son los delatores.
Algunos catedráticos evitan a los dirigentes estudiantiles y no protestan, afirma Manzanares, para evitar el despido y peor aún: cerrarse las puertas de futuros trabajos.
La situación de indefensión de los trabajadores se debe a que los principales sindicatos son sandinistas. El jefe de los mismos es el presidente de la Asamblea Nacional, Gustavo Porras, cercano a la vicepresidenta, pero también hay otro grupo dirigido por el exdiputado Roberto González. Están supuestamente enfrentados, pero comparten su fidelidad a Ortega.
Uno de los pocos sindicatos independientes, que aún quedan, es la Unidad Sindical Magisterial, presidida por la profesora Lesbia Rodríguez, quien considera que “los derechos de los trabajadores han sido anulados”.
Luis Barbosa, legislador sandinista y líder sindical de la Confederación Sindical de Trabajadores José Benito Escobar (CST-JBE), estuvo ilocalizable para este reportaje.
Pese al miedo, los trabajadores siguen hablando. A “Carmen”, una exempleada de la Alcaldía de León, la despidieron después de un mes de subsidio médico. Fue militante sandinista. Atesora su identificación en un viejo álbum, donde a partir de ahora conserva también —con amargura— su remoción.
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