Hoy se cumple un año del gran apagón eléctrico que dejó al país a oscuras por casi cuatro días. Este texto recopila pequeñas historias de esas horas. Son crónicas del desastre, pero también de la solidaridad de la que fueron capaces los venezolanos
El líquido rosado comenzó a chorrear sobre la superficie blanca de la nevera. Caía hasta el suelo y formaba un charco viscoso sobre la baldosa de la cocina. Tres días antes, Carmen había gastado casi todo su dinero en unos pocos kilos de pollo y carne de res. Era un lujo, pero iba a emigrar y quería dejar a sus padres ancianos con la mayor cantidad de comida posible. Hoy, luego de setenta y dos horas sin electricidad, mira cómo lo poco que tiene se descompone en las bandejas del refrigerador.
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Hay unos pocos negocios en la ciudad que tienen planta eléctrica. Durante un par de horas, sacan extensiones a la calle para que la gente hierva los teteros, licúe la comida de sus bebés o cargue los teléfonos. Alguien incluso publica en las redes sociales un listado de los lugares que tienen plantas para que los periodistas puedan recargar sus equipos y seguir informando.
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Ramón vive prácticamente solo en un edificio de ocho pisos. Parece la única persona que no emigró. Su ciudad, Maracaibo, es una de las más calientes del país, con una sensación térmica promedio de 35 grados a la sombra. El aire acondicionado es un bien de primera necesidad, pero desde hace dos años, el lugar donde vive quedó desconectado del sistema eléctrico nacional y sufre un racionamiento de hasta veintidós horas diarias: dos horas de luz y luego, nada. Desde hace varias semanas, cuando llega la hora de acostarse, Ramón sale de su apartamento, toma las escaleras de su edificio y sube hasta la azotea. Va pertrechado con sábanas y cobijas. Ahí, se echa al suelo. Pasa mucho rato con los ojos abiertos, hasta que logra dormir. Es la única forma de soportar el calor y, tal vez, también la soledad.
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Federico es dueño de un restaurante en Caracas. Como el resto de la ciudad, lleva tres días sin electricidad. La comida que tiene en los congeladores está a punto de perderse. Entonces consigue un poco de señal en su celular y decide enviar un mensaje por las redes sociales: quiere regalar toda la comida al que más la necesite. En el mismo mensaje, pide voluntarios para ayudar a prepararla, después de todo, es un restaurante. Inmediatamente se corre la voz. Aparecen decenas de voluntarios para preparar la comida y se hacen colas de gente hambrienta a las afueras del local. Otros restaurantes comienzan a hacer lo mismo, también las carnicerías y los frigoríficos. En ese instante, los venezolanos tienen un respiro.
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Ale tiene una bebé de un año. Lleva tres días sin energía eléctrica en su casa. Desde la noche del segundo día, comenzaron los saqueos en la ciudad: gente armada que irrumpe en los negocios para llevárselo todo. Está a punto de quedarse sin batería en el móvil. Lo enciende solo para lo estrictamente necesario, como si estuviera racionando oxígeno. Avanza la tarde. Su calle está cada vez más oscura. La niña comienza a llorar. Entonces publica un post en las redes sociales. Parece más una llamada de auxilio que otra cosa: «Nunca en mi vida había sentido esto, pero ahora, cada vez que se hace de noche, tengo miedo». No hay nada más publicado en su timeline desde entonces. ¿Cómo estará Ale?
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Carlos vive con su hijito de dos años. Hace tres días se fue la electricidad en su zona y, sin ella, tampoco hay agua: no hay forma de bombearla hacia el tanque del edificio y menos aún hacia los apartamentos. Hace calor, mucho calor. No hay agua mineral en el supermercado. La poca que aparece en el kiosko, viene de contrabando y con sobreprecio. Solo podría comprarla en dólares —cash— porque los puntos de venta electrónicos dejaron de funcionar hace tiempo. La hiperinflación, en su voracidad, hizo que el cono monetario se volviese inútil en pocos meses, así que tampoco tiene efectivo suficiente para pagarla. Carlos baja al jardín de su edificio con su hijo. Ahí, sin más, reúne unos cuantos palos y hojas secas y enciende un fuego. Improvisa una parrillera para hervir el poco de agua que él y sus vecinos lograron pescar del tanque del edificio con un balde y una cuerda. Venezuela es uno de los países con más recursos hidrológicos del mundo. Sin embargo, cuando el agua del tanque se acabe, Carlos y sus vecinos no saben qué podrán beber. De momento, sorben poco a poco el líquido en sus vasos plásticos. Su hijito sonríe con el agua. Todos calman la sed y están juntos.
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Una señora carga en brazos a su hija de diecinueve años. A esa edad, la muchacha pesa diez kilos. Los pómulos y las costillas se le dibujan nítidamente sobre la piel. Tiene la boca abierta y los brazos—apenas una línea de carne y huesos— se balancean a lado y lado. Sus ojos están cerrados. Murió durante el primer día del apagón, a oscuras. Su madre camina con ella por la calle sin luz. No llora. Solo habla sin parar. Nadie sabe a dónde va.
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Por razones que aún desconoce, Isa consigue señal más o menos estable en su celular. De golpe, le llegan montones de mensajes de amigas suyas que han emigrado a distintas partes del mundo. Casi todas tienen una preocupación común: hace decenas de horas que no han logrado hablar con sus padres, que siguen en Venezuela. Isa se da cuenta de que es el único punto fijo en ese mar de incomunicaciones. Por eso, aunque ya casi no tiene batería en su teléfono, decide averiguar sobre el estado de los padres de sus amigas. Poco a poco se entera y, como una antigua telefonista, los conecta a todos. Sus amigas y sus padres suspiran de alivio. Entre tanta perplejidad, ese mínimo de certidumbre llega muy lejos.
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Una doctora está sentada en el pasillo de la zona de maternidad de su hospital. Tiene la frente hundida en la palma de las manos, los codos apoyados sobre las rodillas. Mueve su cabeza iterativamente de un lado a otro. No llora, tiene el rostro apretado y los ojos cerrados. De vez en cuando hace un chasquido con la boca. Dentro, en la sala de maternidad, hay dos bebés recostados en sus incubadoras, pero están apagadas. Los niños todavía tienen las vías de suero en los brazos y el identificador con sus nombres escritos en las muñecas. Nacieron con problemas. Vinieron al mundo durante el apagón. La doctora levanta el rostro por primera vez y susurra que, si hubiese tenido electricidad, habría podido salvarlos. Luego calla por unos segundos. Una emoción incontrolable le sube al rostro. Se le humedecen los ojos. Dentro, las madres lloran mientras sacan a sus bebés muertos de las incubadoras.
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Virginia, por fin, puede encender su celular. Logró cargarlo a medias en la extensión de un negocio cercano. De súbito, le llegan decenas, tal vez cientos de mensajes. Todos provienen de horas y personas diferentes: familiares de afuera, conocidos de otra ciudad, compañeros de trabajo, amigos del colegio… Como tiene poca carga, debe escoger muy bien cómo usarla. Decide responder a los más cercanos y los más urgentes. A muchos no les llegará la respuesta porque tienen el teléfono apagado, a otros porque no tienen señal y, aún a otros, porque las subidas de tensión les dañaron los aparatos. Enviar un mensaje en Venezuela se ha vuelto un acto de fe. Recibirlo se siente como un milagro.
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Johan tiene nueve años. Vive en un ranchito minúsculo hecho de tablones de madera y láminas de zinc. Su barrio se llama San Isidro: un grupo de treinta casas destartaladas construidas muy cerca una de la otra, en el tope de un cerro solitario. Desde hace días no tienen electricidad. Es de noche. La mamá de Johan salió hace horas para buscar comida y no ha regresado. El niño se siente solo. Está a oscuras. Enciende una vela para lidiar con la penumbra y, aliviado, comienza a jugar con la tapa de una olla vieja. Johan no se da cuenta, pero la vela que lo acompaña cae y enciende una cortina cercana. Pronto, la casa entera comienza a arder. El niño se asusta y sale corriendo. La vecina de al lado está ya acostada. Dormir parece la única forma de escapar al desastre. En la pared frente a su cama advierte un resplandor. Es raro, hace días que no tienen luz en el barrio. Luego escucha el crepitar del fuego y entiende. Los hombres y las mujeres de San Isidro salen a trompicones de sus casas e intentan apagar las llamas a fuerza de trapos y brazadas de arena, pero no lo logran: hace semanas que no tienen agua ni para asearse. El fuego alcanza el rancho más próximo; luego otro, y luego el siguiente. Alguien llama a los bomberos, pero le dicen que tampoco tienen agua. Las gentes de San Isidro corren al interior de sus casas para salvar lo poco que tienen; luego, contemplan cómo el fuego lo arrasa todo. Con las primeras luces del día se hacen visibles las siluetas de los pobladores. Algunos están sentados frente a lo que queda de sus ranchos, contemplando cómo los hilos de humo suben y se pierden en el cielo de la mañana. Diecisiete viviendas calcinadas. Diecisiete familias sin casa.
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Ante el desastre, la gente de todas las ciudades se organiza. Algunos comparten pañales para bebés o para ancianos. Otros prestan sus teléfonos a los extraños, otros regalan comida o permiten que desconocidos entren a sus casas para bañarse. Las familias se mudan provisionalmente a un solo lugar para aprovechar mejor los alimentos o la carga de los teléfonos. Los médicos trabajan por días y días, sin dormir, para atender a los enfermos. Miles de personas se lanzan a las calles para protestar por sus derechos. Gente de todo el mundo se solidariza con Venezuela.
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Todo está oscuro. Tanto, que Luis no puede ver el hueco donde guarda las velas, el pomo de la puerta o la palanca del inodoro. Durante la noche, la vida en Caracas discurre a tientas. Desde hace horas, las celdas celulares están caídas en casi toda la ciudad. La batería del móvil se acaba. Luis no ha logrado saber nada sobre sus padres que viven al otro lado del país. Por casualidad, escucha a un vecino decir que hay señal en un punto de la Autopista del Este. Toma las llaves de su carro y sale de casa. No hay luz en las áreas comunes del edificio, así que el ascensor tampoco funciona. Por eso baja las escaleras, poco a poco, desde el undécimo piso. Sube a su auto del año 92 y, por primera vez, se le ocurre pensar que estos son los nuevos «almendrones», como llaman los cubanos a los carros viejos. Conduce hasta acercarse al punto que le indicó el vecino. Para su asombro, hay decenas de vehículos estacionados en plena autopista. Tienen encendidas las luces intermitentes. Desde su ventanilla, Luis puede ver a las demás personas en el interior de sus carros. En uno hay una madre joven dando pecho a su bebé de meses. En otro contempla a un hombre con la mirada perdida y los brazos sobre el volante, al lado de su madre anciana. En otro ve a tres niños jugando con muñecos en la parte trasera de una camioneta. Algunos, muchos, lloran. Lloran porque, tal vez, ese espacio fue el único lugar donde encontraron luz; o quizá porque en esos dos metros cuadrados de metal no se sienten aislados; lloran porque lograron hablar con sus familiares, o porque no lo lograron; lloran de indignación, de rabia o de impotencia. Parece que Venezuela entera llora. Lo bueno es que, aunque Luis no conoce a ninguno, tiene la sensación de que ya nadie es extraño.